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sábado, 14 de julio de 2012

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XIII - Philip K. Dick

Viene de "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XII - Philip K. Dick"



CAPÍTULO XIII


Como un arco de puro fuego, John R. Isidore atravesaba el cielo de la tarde mientras retornaba a su casa. Me pregunto si todavía estará allí, se dijo. En ese viejo piso de kippel, mirando al Amigo Buster en la TV, y temblando de miedo cada vez que creía oír pasos en el pasillo. Incluso los míos. 

Había pasado por una tienda de mercado negro. A su lado en el asiento había una bolsa llena de cosas deliciosas como queso de soja, melocotones maduros, queso blando y maloliente, que se mecían cuando aceleraba o frenaba con su coche aéreo. Como esa tarde estaba nervioso, conducía algo erráticamente. Y su coche recientemente reparado tosía y trastabillaba como antes de enviarlo a componer. Maldición, pensó Isidore. 

El olor de los melocotones y el queso fluctuaba en el interior del coche y llenaba de placer su nariz. En esos raros productos había invertido dos semanas de salario, que había pedido adelantadas al señor Sloat. Además, debajo del asiento, donde no podía rodar ni romperse, había una botella de Chablis. Isidore la había tenido guardada en un depósito de seguridad del Bank of América, sin venderla pese a las ventajosas ofertas recibidas para el caso de que alguna vez apareciese una chica. Lo cual no había ocurrido hasta el momento.  

El terrado de su edificio, desierto, lleno de desperdicios, le deprimió como de costumbre. Mientras descendía y entraba en el ascensor limitó su visión periférica, para concentrarse en los valiosos objetos que llevaba: la bolsa y la botella, para no resbalar y precipitarse en un abismo económico. Cuando el ascensor llegó, crujiendo, no bajó hasta su piso sino al nivel inferior donde residía ahora la nueva ocupante, Pris Stratton. Llamó a su puerta golpeando con el borde de la botella de vino, mientras su corazón latía locamente.  

—¿Quién es? —a pesar de que la puerta la amortiguaba, la voz era clara. Y su tono asustado era sin embargo agudo como una navaja.
—Quien le habla es J. R. Isidore —dijo, con la nueva autoridad que había adquirido recientemente merced al videófono del señor Sloat—Traigo algunas cosas buenas, y pienso que podríamos organizar juntos una cena bastante razonable. 

La puerta se entreabrió un poco. No había luces en el interior. Pris examinó el oscuro pasillo. 

—Parece usted diferente —dijo—Más adulto.
—He tenido que realizar algunos asuntos de rutina durante mis horas de trabajo. Lo normal. Si me permite usted pasar...
—Igual puede hablar —sin embargo, dejó la puerta suficientemente abierta para que él pudiera entrar. Y al ver lo que él traía, dejó escapar una exclamación. 

En su rostro se encendió una traviesa y exuberante alegría que, casi de inmediato, fue reemplazada por una letal amargura. Sus facciones parecían vaciadas en concreto y la alegría se desvaneció. 

—¿Qué ocurre? —preguntó Isidore. Dejó bolsa y botella en la cocina y regresó deprisa al lado de la chica. En tono monocorde, Pris respondió:
—No puedo apreciar esto.
—¿Por qué?
—Oh —se encogió de hombros, con las manos metidas en los bolsillos de su falda pesada y bastante anticuada—Algún día se lo diré —alzó la mirada—De cualquier modo, ha sido usted muy amable. Ahora me gustaría que se marchara; no estoy de ánimos para ver a nadie —se movió hacia la puerta de la sala de modo casual; arrastraba los pies y parecía agotada, como si sus reservas de energía se hubieran terminado.
—Yo sé qué le ocurre —dijo él.
—¿Sí? —abrió la puerta; su voz iba tornándose aún más gastada, seca y estéril.
—No tiene amigos. Está mucho peor que cuando la vi más temprano; y eso es porque...
—Tengo amigos —en su voz surgió una súbita autoridad. Recobró la energía—O al menos los tenía. Siete. Era suficiente para empezar, pero ahora los cazadores de bonificaciones han tenido tiempo de iniciar su tarea. De modo que algunos de ellos, quizá todos, estarán muertos —fue hacia la ventana, miró la oscuridad y las pocas luces diseminadas aquí y allá—Tal vez sea la única sobreviviente de nosotros ocho.
—¿Qué es un cazador de bonificaciones?
—Ah, sí. Se supone que la gente lo ignora. Un cazador de bonificaciones es un asesino profesional al que se le da una lista de personas que debe matar. Se le paga una suma: tengo entendido que la tarifa corriente es de mil dólares por cada una. Y normalmente trabaja para el ayuntamiento, de modo que recibe también un salario, que se mantiene bajo para que el hombre tenga un incentivo.
—¿Está usted segura? —preguntó Isidore.
—Sí. ¿... quiere decir, de que tiene un incentivo? Pues sí, lo tiene. Le gusta hacer lo que hace.
—Eso no es posible —respondió Isidore. Jamás había oído hablar de una cosa semejante. Por ejemplo, el Amigo Buster nunca lo había mencionado—No concuerda con la actual ética merceriana —señaló—Todas las vidas son una; “ningún hombre es una isla”, como dijo Shakespeare una vez.
—No; John Donne. 

Isidore hizo agitadamente un gesto.
—Es lo peor que he oído decir. ¿No puede llamar a la policía? 
—No.
—¿Y la están siguiendo? ¿Alguien puede venir aquí, a matarla? —estaba comprendiendo por qué la chica se mostraba tan reservada—No me extraña que tenga miedo y que no desee ver a nadie —pero pensó: debe ser una alucinada, una psicótica con delirios de persecución. Daño cerebral provocado por el polvo radiactivo... Quizá sea una especial—Yo los atacaré primero —dijo.
—¿Con qué? —la muchacha sonrió suavemente, mostrando sus dientes suaves, blancos, parejos.
—Conseguiré una licencia para usar un rayo láser. No es difícil cuando uno vive aquí, donde no hay nadie. La policía no patrulla y se supone que todo el mundo debe defenderse solo.
—¿Y cuando esté en su trabajo?
—Pediré vacaciones.
—Muchas gracias, J. R. Isidore. Pero si los cazadores de bonificaciones han cogido a los demás, a Max Polokov, a Garland. a Luba, a Hasking y a Roy Baty — se interrumpió—, Roy e Irmgard Baty... Si ellos han muerto, ya nada me importa. Son mis mejores amigos. ¿Por qué no he recibido noticias de ellos? —dejó escapar una furiosa maldición. 

En la cocina, Isidore encontró fuentes, boles, vasos polvorientos, sin uso desde hacía largo tiempo. Empezó a lavarlos en el fregadero dejando correr el agua caliente coloreada por la herrumbre, hasta que se aclaró. Pris apareció y se acercó a la mesa. El abrió la botella de Chablis, y repartió los melocotones, el queso, el tufu.  

—¿Qué es eso? —dijo ella, señalando.
—Está hecho de soja. Me gustaría tener un poco de... —se interrumpió, ruborizado—Antes se comía con salsa de carne.
—Esos son los errores que cometen los androides —murmuró Pris—Por eso se delatan —se acercó a Isidore, se detuvo a su lado y le pasó el brazo por la cintura sorpresivamente, oprimiéndose contra él por un segundo—Quiero un poco de melocotón —dijo, y cogió delicadamente con sus largos dedos una tajada mórbida y resbalosa de color entre naranja y rosado. Mientras se la comía empezó a llorar; frías lágrimas bajaban por sus mejillas y caían sobre su pecho. Como Isidore no sabía qué hacer, continuó en la repartición de los alimentos—Al diablo con todo —agregó Pris, apartándose de él y empezando a caminar lentamente, a pasos medidos, por la habitación, le contaré — Nosotros vivíamos en Marte. Por eso he podido conocer a los androides —su voz temblaba, pero logró continuar. Obviamente era muy importante para ella tener alguien con quien conversar.
—Y las únicas personas que usted conoce en la Tierra —dijo Isidore—, son sus amigos inmigrantes.
—Nos conocíamos antes del viaje; vivíamos todos cerca de Nueva Nueva York. Roy Baty e Irmgard tenían una farmacia; él es farmacéutico y ella se ocupa de cremas y cosméticos. Las mujeres de Marte están obligadas a usar una cantidad de acondicionadores de la piel. Y yo —vaciló—, tomaba las drogas que me daba Roy. Al principio las necesitaba porque... De todos modos es un lugar horrible —
con un gesto violento indicó sus habitaciones—Usted piensa que yo sufro porque me siento sola. Pero esto no es nada: todo Marte es un lugar solitario. Mucho peor.
—Y los androides, ¿no son una compañía? He oído un anuncio... Yo creía que los androides ayudaban —Isidore se sentó y comió, ella alzó su vaso de vino y bebió inexpresivamente.
—Los androides también se sienten solos —respondió Pris.
—¿Le gusta el vino?
—Es muy bueno —Pris apoyó el vaso sobre la mesa.
—Es la primera botella que veo en tres años.
—Volvimos —continuó ella—, porque nadie debería vivir allá. No ha sido nunca un lugar habitable, al menos durante el último billón de años. Es tan viejo..., uno siente esa terrible vejez en las mismas piedras. Al principio, Roy me daba drogas. Yo lograba sobrevivir merced a un nuevo analgésico sintético, la silenicina. Y conocí entonces a Horst Hartman, que tenía una tienda de sellos, de viejos sellos de correo. Hay mucho tiempo disponible y uno necesita un hobby, algo que ocupe infinitamente la atención. Y Horst logró que yo me interesara por la ficción precolonial.
—¿Quiere decir, libros antiguos?
—Narraciones de viajes espaciales, escritas antes de los viajes espaciales.
—¿Y cómo podía haber narraciones antes de...?
—Los escritores sabían.
—Pero, ¿en qué se fundaban?
—En la imaginación. Muchas veces se equivocaban. Por ejemplo, contaban que Venus era una jungla paradisíaca con enormes monstruos y mujeres con corazas brillantes —Pris lo miró—¿No le gusta la idea? ¿Mujeres de largas trenzas rubias y refulgentes placas pectorales del tamaño de melones?
—No —respondió Isidore.
—Irmgard es rubia, pero pequeña —continuó Pris—Pues bien, sea como fuere, es posible ganar fortunas con el contrabando de ficción pre-colonial, de revistas, libros y películas, a Marte. No hay cosa más excitante que leer historias de ciudades y empresas industriales inmensas o de una colonización verdaderamente lograda. Uno se imagina cómo podría haber sido todo. Cómo habría tenido que ser Marte. Los canales...
—¿Canales? —Isidore recordaba oscuramente haber leído algo al respecto. Antiguamente se creía que había canales en Marte. 
—Cruzaban el planeta en todas direcciones —siguió Pris—Y otros cuentos hablan de seres infinitamente sabios, de otras estrellas. Y otros de la Tierra en el futuro, en nuestra época, y más adelante. Cuando ya no haya más polvo radiactivo.
—Y leer eso, ¿no hace que uno se sienta peor? —preguntó Isidore.
—No —respondió sencillamente Pris.
—¿Ha traído algún material de lectura pre-colonial? —pensó que podía leer algo.
—Aquí no tiene valor, no está de moda. Y de todas maneras, las bibliotecas están repletas. Nosotros lo conseguimos así; se roba en las bibliotecas de la Tierra y se envía por cohete automático a Marte. Y una está vagando por el espacio, a la noche, y ve de improviso un destello, y un cohete llega y se abre y de su interior se derraman las viejas revistas de ficción pre-colonial. Una fortuna. Y por supuesto, las leemos antes de venderlas —cada vez le entusiasmaba más el tema—Y de todas...

Un golpe en la puerta. Palideciendo, Pris susurró: 

—No puedo abrir. No haga ruido, no se mueva —intentó escuchar—Me pregunto si cerré la puerta — dijo en voz casi inaudible—Espero que sí —sus ojos, muy grandes, se fijaron en él, como si le rogaran que convirtiera su deseo en realidad. 

Una voz distante dijo: 

—Pris, ¿estás aquí?
—Somos Irmgard y Roy —dijo una voz de hombre—Recibimos tu mensaje. Pris se puso de pie, fue hasta el dormitorio, y reapareció con papel y lápiz. Volvió a sentarse y rasguñó unas palabras: VAYA A LA PUERTA 

Isidore, nerviosamente, cogió el lápiz y escribió: ¿QUE LES DIGO?
Pris respondió: VEA SI DE VERDAD SON ELLOS.
Isidore se dirigió a la sala. ¿Cómo haré para saber si son ellos? Abrió la puerta. Había dos personas. Una mujer pequeña, de ojos azules y pelo rubio claro, con un encanto que evocaba el de Greta Garbo. El hombre era más alto; sus ojos eran inteligentes pero sus achatados rasgos mongólicos le daban un aire brutal. La mujer vestía un abrigo a la moda, altas botas brillantes y pantalones; el hombre llevaba una camisa arrugada y unos pantalones manchados, como si buscara deliberadamente un aspecto vulgar. Le sonrió a Isidore, pero sus ojos pequeños, brillantes, eran huidizos.  

—Estamos buscando... —dijo la rubia pequeña, y en ese momento miró más allá de Isidore y su rostro se iluminó de felicidad. Pasó velozmente al lado del hombre, exclamando—: ¡Pris! ¿Cómo estás?  

Isidore se volvió. Las dos mujeres se abrazaban. Se hizo a un lado, y entró el sombrío y corpulento Roy Baty, con su sonrisa torcida e inexpresiva.

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