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domingo, 22 de julio de 2012

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XVIII - Philip K. Dick

Viene de "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XVII - Philip K. Dick"



CAPÍTULO XVIII


—Traiga aquí el resto de mis cosas —ordenó Pris a J. R. Isidore—En particular, quiero la TV, para ver el informe especial de Buster.
—Sí —agregó Irmgard Baty, con los ojos brillantes como los de un pájaro— Necesitamos la TV. Hace tiempo que esperamos ese anuncio y ahora falta poco.
—Mi aparato coge el canal del gobierno —dijo Isidore.

Desde un ángulo del living, sentado en un sillón como si pensara quedarse allí permanentemente, como si estuviese alojado en el sillón, Roy Baty observó con paciencia: 

—Queremos ver al Amigo Buster y a sus Amigos Amistosos, Iz. ¿O prefiere que lo llame J. R.? Y de todos modos, ¿comprende? Entonces, vaya a buscar la otra TV.

Isidore recorrió el pasillo solitario y resonante hasta las escaleras. Todavía no se había desvanecido en él la potente fragancia de la felicidad, la sensación de ser útil por primera vez en su oscura vida. Ahora, hay seres que dependen de mí, se dijo, encantado, mientras bajaba los polvorientos escalones. Y además, será bueno ver nuevamente al Amigo Buster en la TV, en lugar de escucharlo por la radio del camión de la tienda. Y hoy el Amigo Buster debe revelar su informe especial, cuidadosamente documentado. De modo que merced a Pris y a Roy y a Irmgard podré ver la presentación de una noticia que es probablemente la más importante en mucho tiempo. ¿Qué tal?

La vida, para J. R. Isidore, había cobrado definitivamente nuevo ímpetu. 

Entró en el antiguo apartamento de Pris, desconectó la TV y la antena. El silencio era penetrante, y sintió que sus brazos se debilitaban. En ausencia de Pris y de los Baty se desvanecía, se tornaba extrañamente parecido a la TV inerte que acababa de desconectar. Uno tiene que vivir con otras personas para vivir de verdad, pensó. Antes de que llegaran, podía vivir solo; ahora todo había cambiado, y no había posibilidad de retroceso. No se puede ir y volver entre la gente y la nogente. Con cierto temor, se dijo: dependo de ellos; gracias a Dios que se han quedado.

Se requerían dos viajes para subir todas las pertenencias de Pris. Alzando el aparato decidió llevarlo antes que las maletas y las demás ropas. Pocos minutos después estaba arriba. Con los dedos doloridos, depositó la TV sobre una mesa baja de su living. Pris y los Baty miraban impasibles.

—En este edificio se reciben bien las señales —dijo, jadeante, mientras enchufaba el cable y la antena—Cuando podía oír al Amigo Buster y...
—Encienda la TV y no hable más —dijo Roy Baty. Así lo hizo, y regresó a la puerta. 
—Un viaje más será suficiente —se demoraba; el calor de la presencia de ellos lo alimentaba.
—Está bien —respondió distraídamente Pris.

Isidore salió. Creo que se aprovechan de mí, en cierta forma, pensó. Pero no me importa. Es bueno tener amigos, a pesar de todo.

En el piso inferior, recogió las ropas de la chica, las metió en las maletas y volvió al pasillo y a las escaleras. De repente, un escalón más adelante vio que algo pequeño se movía entre el polvo. Dejó caer las maletas y extrajo un frasco de plástico que, como todo el mundo, llevaba, siempre para esto mismo. Era una araña. Con los dedos temblorosos, la empujó hacia el frasco y ajustó la tapa, perforada con una aguja. 

Arriba, en la puerta de su apartamento, se detuvo para recobrar el aliento.
—Sí, amigos. Este es el momento. Aquí el Amigo Buster, quien espera y confía que todos estéis ansiosos por compartir un descubrimiento que he realizado, y que he hecho verificar por un equipo de investigadores capacitados durante toda la semana pasada. Aquí está, amigos.
—He encontrado una araña —dijo John Isidore. Los tres androides lo miraron, desviando por un instante su atención de la pantalla de TV.
—A ver —dijo Pris, extendiendo la mano.
—Callad cuando habla Buster —dijo Roy Baty.
—Nunca he visto una araña —respondió Pris. Cogió el frasco y miró la criatura que había dentro—Tantas patas... ¿Para qué las necesita, J.R.?
—Así están hechas las arañas —dijo Isidore; su corazón latía fuertemente y respiraba con dificultad—Tienen ocho patas.
—¿Ocho? —preguntó. Irmgard Baty—¿Y no podría andar con cuatro? Córtale cuatro y veamos —impulsivamente abrió su bolso y sacó unas tijerillas de uñas, brillantes y afiladas, que entregó a Pris. 

J. R. Isidore experimentó un insondable terror. Pris llevó a la cocina el frasco y se sentó ante la mesa de J. R. Isidore. Quitó la tapa y dejó caer la araña.

—Probablemente no podrá correr tan rápido..., pero de todos modos aquí no tendría nada que cazar —dijo—Igual se morirá —se dispuso a usar las tijeras.
—Por favor —dijo Isidore.

Pris alzó la vista con curiosidad.

—¿Vale algo?
—No la mutile —dijo pesadamente, implorante, Isidore. Pris cortó una de las patas de la araña. En el living, Buster decía:
—Mirad esta ampliación de una parte del paisaje. Este es el cielo que veis habitualmente. Un momento; aquí está Earl Parameter, jefe de mi equipo de investigadores, que explicará un descubrimiento que asombrará al mundo. 

Pris cortó otra pata, conteniendo a la araña con el canto de la otra mano. Sonreía.

—Grandes ampliaciones de las imágenes de video —dijo en la TV otra voz—, sometidas a un riguroso análisis en el laboratorio, revelan que ese fondo gris de cielo y luna diurna, sobre el cual se mueve Mercer, no sólo pertenece a la Tierra sino que es artificial.
—Te lo estás perdiendo —dijo Irmgard, corriendo a la cocina en busca de Pris. Vio lo que ésta había empezado a hacer y agregó—: Puedes hacer eso más tarde. Lo que dicen es importantísimo; prueba que todo lo que creíamos...
—Silencio —dijo Roy Baty.
—... es verdad —concluyó Irmgard.
—La “luna” está pintada —decía la TV—; en las ampliaciones, como todos pueden ver, se distinguen las pinceladas. Y hay incluso pruebas de que las matas salvajes y el suelo triste y estéril son también trucadas —y quizá también las piedras que personas invisibles le arrojan a Mercer—Es muy posible en verdad que esas “piedras” sean de un plástico relativamente blando, para no causar verdaderas heridas.
—En otras palabras —interrumpió el Amigo Buster—, Wilbur Mercer no padece ningún sufrimiento.
El jefe del equipo de investigadores continuó:
—Finalmente, señor Buster, hemos logrado descubrir a un viejo especialista en efectos de Hollywood, un tal señor Wade Cortot, quien aseguró que la figura de Mercer bien podía ser la de un actor de segundo orden de un estudio de sonido. Cortot ha llegado a declarar que reconocía el estudio como uno perteneciente a un cineasta en pequeña escala con el que él tuvo tratos hace varias décadas.
—De modo que según Cortot —subrayó el Amigo Buster—, no hay prácticamente ninguna duda. 

Pris había amputado ya tres patas de la araña, que se deslizaba penosamente por la mesa de la cocina buscando en vano un camino hacia la libertad. 

—Con franqueza, creímos lo que decía Cortot —afirmó la voz seca y pedante— y pasamos bastante tiempo examinando filmes publicitarios donde aparecían los actores antiguamente empleados por la hoy desaparecida industria cinematográfica de Hollywood...
—¿Y qué se descubrió?
—Escucha esto —dijo Roy Baty.

Irmgard miraba fijamente la TV y Pris había interrumpido la mutilación de la araña.

—Después de estudiar miles y miles de fotos y películas, pudimos localizar a un hombre ahora muy anciano, llamado Al Jarry, que trabajó en papeles menores en numerosos filmes anteriores a la guerra. Enviamos un grupo de personas del laboratorio a casa de Jarry, en East Harmony, Indiana. Uno de ellos describirá ahora lo que encontró —silencio y luego una nueva voz, igualmente pedestre—La casa está en la Avenida Lark, de East Harmony, en un lugar de las afueras de la ciudad donde no habita nadie, excepto Al Jarry. Es una casa sucia y medio derruida. Jarry nos invitó cordialmente a entrar y, mientras estábamos en una sala húmeda, maloliente y llena de kippel, exploré por medios telepáticos la mente confusa, brumosa y también repleta de residuos de Al Jarry.

—Escuchad —urgió Roy Baty, sentado en el borde del sillón, como en disposición de saltar.
—Descubrí que en realidad —continuó el técnico—, el anciano había participado en una serie de filmaciones de quince minutos, en video, para un cliente a quien jamás conoció. Como habíamos previsto, las “rocas” eran de un plástico semejante a la goma. La “sangre” era ketchup y —el técnico rió—el único dolor del señor Jarry consistió en pasar un día entero sin beber whisky.
—Al Jarry —dijo el Amigo Buster, cuyo rostro había retornado a la pantalla— Muy bien, muy bien. Un anciano que ni siquiera en su juventud había hecho nada que él o nosotros pudiéramos respetar. Al Jarry fue pues el actor de un oscuro y repetitivo serial; no sabía entonces ni sabe ahora quién era su cliente. Los partidarios del Mercerismo han dicho muchas veces que Wilbur Mercer no es un ser humano, que en verdad es una entidad arquetípica superior, tal vez proveniente de otra estrella. Y bien, en cierto sentido, esto se ha revelado exacto. Wilbur Mercer no es humano, y en realidad no existe. El mundo en que se desarrolla su ascensión es un estudio barato y corriente de Hollywood, convertido en kippel hace muchos años. Entonces, ¿quién es el autor de este fraude contra todo el sistema solar? Pensad en esto, amigos.
—Tal vez no lo sabremos nunca —murmuró Irmgard.
—Tal vez no lo sabremos nunca —dijo el Amigo Buster. Y no podemos, tampoco, determinar cuál es el propósito de esta superchería. Sí, amigos, superchería: el Mercerismo es pura superchería.
—Era obvio, lo sabíamos —dijo Roy Baty—El Mercerismo apareció...
—Pero conviene pensar qué produce el Mercerismo —continuó el Amigo Buster—Según sus fíeles, la experiencia funde...
—Es la empatía de los humanos —dijo Irmgard.
—... a los hombres y mujeres de todo el sistema solar, en una sola entidad. Una entidad controlada por la supuesta voz telepática de “Mercer”. Basta pensar qué ocurriría si una especie de Hitler en potencia, ambicioso, con sentido político...
—El problema está en la empatía —insistió vigorosamente Irmgard. Con los puños apretados se dirigió a la cocina y enfrentó a Isidore—¿Acaso no es la forma de demostrar que los humanos pueden hacer una cosa que nosotros no podemos? Sin la experiencia de Mercer, sólo tenemos la palabra de los seres humanos. Sólo su palabra de que sienten esa empatía, esa cosa compartida, de grupo. ¿Cómo está la araña? —se inclinó sobre el hombro de Pris, que estaba terminando de cortar otra pata con sus tijeras.
—Ahora tiene cuatro —empujó al animal—No quiere moverse. Pero puede.

Roy Baty apareció en la puerta, respirando con fuerza, con expresión de triunfo.

—Es un hecho. Buster lo ha dicho claramente, y casi todos los seres humanos del sistema deben haberlo escuchado. El Mercerismo es una superchería. Toda la experiencia de la empatía es una superchería —miró con curiosidad a la araña.
—No quiere andar —dijo Irmgard.
—Yo haré que camine —Roy Baty sacó unas cerillas, encendió una y la sostuvo más y más cerca de la araña, hasta que por fin, débilmente, el insecto se apartó.
—Yo tenía razón —exclamó Irmgard—¿No dije que podía caminar con cuatro patas? —miró con interés a Isidore—¿Qué le ocurre? —le tocó el brazo—No ha perdido nada; le pagaremos lo que dice el catálogo de... ¿Cómo se llama? Sidney. ¿Por qué se ha puesto así? ¿Es por lo de Mercer? ¿Por lo que se ha descubierto? ¿Por esa investigación? Eh, contésteme —le golpeó el brazo insistentemente con un dedo.
—Está muy afectado —dijo Pris—, porque tiene una caja de empatía en la otra habitación. ¿La usa, J. R.?
—Por supuesto que la usa. Todos lo hacen o al menos lo hacían. Tal vez ahora empiecen a pensarlo mejor.
—No creo que esto acabe con el culto a Mercer —dijo Pris—Pero con seguridad, en este momento debe haber una cantidad de humanos que se sienten infelices —se dirigió a Isidore—Hemos esperado durante meses. Todos sabíamos lo que Buster estaba preparando —vaciló y agregó—: ¿Por qué no decirlo? Buster es uno de los nuestros.
—Un androide —explicó Irmgard—Nadie lo sabe. Quiero decir, los humanos.

Pris, con las tijeras, cortó otra pata más a la araña. Bruscamente, John Isidore la hizo a un lado, cogió a la criatura mutilada y la llevó al fregadero. Allí la ahogó, y mientras tanto se ahogaban también su mente y sus esperanzas, tan rápidamente como la araña.

—Está realmente perturbado —observó nerviosamente Irmgard—¿Por qué no dice algo, J. R.? También me perturba a mí que esté ahí, junto al fregadero, en silencio. No ha dicho una palabra desde que encendimos la TV.
—No es la TV —respondió Pris—Es la araña. ¿No es así, John R. Isidore? Ya se le pasará —le dijo a Irmgard, que había ido a apagar la TV. 

Roy Baty miraba a Isidore con tranquila diversión. —Ya terminó todo Iz. Quiero decir, para el Mercerismo —con las uñas recogió del fregadero el cadáver de la araña—Tal vez ésta era la última araña — dijo—La última araña viva de la Tierra —reflexionó—En ese caso, todo terminó también para las arañas.
—No... No me siento bien —dijo Isidore. Cogió una taza del armario de la cocina; la sostuvo sin saber exactamente cuánto tiempo. Y luego preguntó a Roy Baty: —El cielo, detrás de Mercer, ¿es pintado? ¿No es real?
—Ya ha visto las ampliaciones en la TV, las pinceladas...
—El Mercerismo no se ha terminado —dijo Isidore. A los androides les ocurría algo, algo terrible, pensó. Y la araña. Tal vez había sido realmente la última de la Tierra. La araña se había ido, Mercer se había ido... Isidore vio el polvo y la ruina extendiéndose por el apartamento. Oyó la llegada del kippel, del desorden final de todas las formas, de la ausencia triunfadora, mientras estaba allí, de pie, con la taza de cerámica vacía en la mano. Los armarios de la cocina crujieron y se partieron; el suelo cedió bajo sus pies. 

Se movió y tocó la pared. Su mano quebró la superficie. Trozos grises se desprendieron y cayeron, fragmentos de enlucido semejantes al polvo radiactivo del exterior. Se sentó junto a la mesa; las patas de la silla se torcieron como tubos huecos y podridos. Se puso de pie enseguida, dejó la taza y trató de componer la silla, de hacer que volviera a su forma anterior. Pero se desarmó entre sus manos: los tornillos que habían sujetado sus partes estaban sueltos. Vio sobre la mesa cómo a la taza le aparecía una grieta, cómo se extendía una fina red de líneas y caía un trozo y a la vista quedaba la materia interior, que no era vítrea. 

—¿Qué hace? —dijo la voz de Irmgard Baty, distante—¡Está rompiendo todo! ¡Basta, Isidore!
—No soy yo quien lo hace —respondió él. Avanzó con pasos inciertos hacia el living, para estar solo.

Se detuvo junto al diván y miró la pared, y las manchitas que habían dejado los bichos muertos, y pensó nuevamente en la araña muerta con sus tres patas. Todo aquí es viejo, pensó. Hace tiempo comenzó el derrumbe, y ya no se detendrá. Los restos de la araña se han apoderado de todo.

En el suelo hundido aparecían ahora partes de animales; la cabeza de un cuervo, unas manos momificadas que habían pertenecido a un mono. Muy cerca había un burro, inmóvil pero aparentemente vivo. Por lo menos no había empezado a deteriorarse. Se dirigió hacia él, sintiendo que débiles huesos, secos como ramitas caídas, se quebraban bajo sus pies. Pero antes de llegar al burro — una de las criaturas a la que más amaba— un brillante cuervo azul descendió y se posó en el hocico de la bestia. No lo hagas, dijo en voz alta, pero el cuervo picoteó rápidamente los ojos del burro. Otra vez, pensó: me está ocurriendo otra vez. Estaré aquí largo tiempo, como antes. Siempre es muy largo, porque aquí nada cambia nunca. Llega un momento en que ni siquiera la podredumbre avanza. 

Oyó el susurro de un viento seco, y los huesecillos amontonados se partieron. Hasta el viento los destruye, observó. En esta etapa. Inmediatamente antes de que el tiempo se acabe. Querría ser capaz de recordar cómo se sale de aquí, pensó. Miró hacia arriba y no vio nada de qué asirse. 

Mercer, dijo en voz alta. ¿Dónde estás? Este es el mundo-tumba, y estoy en él de nuevo, pero esta vez no estás tú aquí. 

Algo se movió junto a uno de sus pies. Se arrodilló para mirar, y vio por qué se movía tan lentamente. La araña mutilada avanzaba con gran dificultad con sus patas restantes. La alzó y la sostuvo en la palma de la mano. Los huesos se han invertido, pensó. La araña ha vuelto a vivir. Mercer debe estar cerca. 

El viento sopló con fuerza, destruyendo y arrastrando los huesos restantes, y sintió la presencia de Mercer. Ven, aquí. Trepa por mis pies, le dijo, o busca algún otro modo de acercarte, ¿quieres? Mercer, pensó. Y gritó: “ ¡Mercer!” 

Las hierbas salvajes avanzaban; penetraban como tirabuzones en las paredes, a su alrededor, y luego se convertían en sus propias semillas, que creían, se expandían y reventaban los corrompidos metales y trozos de concreto que antes habían sido las paredes. Pero una vez desvanecidas las paredes, la desolación continuaba; la desolación era lo único que quedaba. Aparte de la figura leve y borrosa de Mercer. El anciano lo miró entonces, con expresión plácida. 

—¿El cielo está pintado? —preguntó Isidore—¿Hay realmente pinceladas que se ven en las ampliaciones?
—Sí —respondió Mercer.
—No las veo.
—Estás demasiado cerca —dijo Mercer—Debes colocarte a más distancia, como hacen los androides. Ellos tienen mejor perspectiva.
—¿Y por eso dicen que eres un fraude?
—Yo soy un fraude —repuso Mercer—Son sinceros; su investigación es verídica. Desde su punto de vista, yo soy un viejo actor jubilado, llamado Al Jarry. Todo eso, todas esas revelaciones, son ciertas. Me han entrevistado en mi casa, como dicen. Y les dije todo lo que deseaban saber, es decir, todo.
—¿Y lo del whisky también? 

Mercer sonrió.
—Sí, es verdad. Hicieron un buen trabajo, y desde su punto de vista, la revelación del Amigo Buster ha sido convincente. Les costará comprender, eso sí, por qué nada ha cambiado; porque tú estás aquí, y yo también —Mercer señaló con un gesto amplio la cuesta empinada y desierta, el paisaje familiar—Ahora mismo, acabo de alzarte desde el mundo-tumba, y continuaré haciéndolo hasta que ya no te interese y desees marcharte. Pero tendrás que dejar de buscarme, porque yo nunca cesaré de buscarte. 
—No me gustó eso del whisky —dijo Isidore—No está bien.
—Tú eres una persona de elevada moral. Yo no lo soy. No juzgo a nadie, ni siquiera a mí mismo —Mercer alzó su mano, cerrada, con la palma hacia arriba—Y antes de que lo olvide, tengo aquí algo que es tuyo —abrió los dedos. En la palma estaba la araña, con sus patas restauradas.
—Gracias —dijo Isidore, cogiendo la araña. Y empezó a agregar algo...

Sonó la campanilla de alarma.
—Un cazador de bonificaciones en el edificio —rugió Roy Baty—Pronto, apagad todas las luces... Apartadlo de la caja de empatía; su puesto está en la puerta. Vamos, haced que se mueva.
 










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