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martes, 7 de agosto de 2012

El último unicornio - Cap IV - Peter S. Beagle

Viene de "El último unicornio - Cap III - Peter S. Beagle"



CAPÍTULO IV


El mago lloró durante largo rato, como un niño recién nacido, antes de poder hablar.

—Pobre vieja —murmuró finalmente.
La unicornio no dijo nada y Schmendrick levantó la cabeza y la miró de una forma extraña. Una lluvia grisácea ensuciaba la mañana, pero ella brillaba entre la cortina de agua como un delfín.

—No —respondió, en respuesta a su mirada—. No puedo arrepentirme.
El mago seguía callado, inclinado a un lado del camino bajo la lluvia, con la capa empapada rodeándole el cuerpo, de forma que recordaba un paraguas negro roto. La unicornio esperó. Tenía la sensación de que todos los días de su vida se derramaban a su alrededor, como la lluvia.

—Puedo sentir pena —condescendió—, pero no es lo mismo.
Cuando Schmendrick la miró de nuevo, había conseguido recomponer de nuevo la expresión de su rostro, si bien a duras penas.

—¿Adonde irás ahora? —preguntó el mago—. ¿Adonde te dirigías cuando te capturaron?
—Iba en busca de mi pueblo —dijo la unicornio—. ¿Les viste alguna vez, mago? Son libres y blancos como el mar, lo mismo que yo.

Schmendrick meneó su cabeza con gesto de pesar.

—Nunca vi a nadie como tú, al menos estando despierto. Se supone que aún existían unos pocos unicornios cuando yo era niño, pero sólo conocí a un hombre que hubiera visto uno. Probablemente se marcharon todos, excepto tú. Cuando caminas, despiertas un eco en los lugares que solían frecuentar.
—No, puesto que otros los han visto. —Le llenaba de gozo oír que en tiempos tan recientes como los años de la infancia del mago aún existían unicornios—. Una mariposa me habló del Toro Rojo y la bruja comentó algo acerca del rey Haggard. De modo que iré a dondequiera que se encuentren para averiguar todo lo que sepan. ¿Sabes en qué país reina Haggard?

El rostro del mago estuvo a punto de descomponerse, pero disimuló y esbozó una débil sonrisa, como si su boca fuera de acero. Consiguió curvar los labios de la manera apropiada, pero, en todo caso, era una sonrisa forzada. 

—Te recitaré un poema:
 
Donde las colinas se yerguen desnudas como cuchillas
y nada crece, ni hojas ni vidas;
donde los corazones son amargos como espuma de cerveza,
allí, Haggard gobierna.

—Por tanto, lo sabré cuando llegue allí —repuso la unicornio, sospechando que se burlaba de ella—. ¿Sabes algún poema sobre el Toro Rojo?
—No existen —contestó Schmendrick. Se puso en pie, pálido y todavía sonriente—. Sobre el rey Haggard sé solamente lo que he oído. Se trata de un anciano, mezquino como los últimos días de noviembre, que gobierna un estéril país a orillas del mar. Algunos dicen que la tierra era verde y suave antes de que Haggard llegara; al pisarla, perdió el color. Los granjeros suelen repetir un dicho cuando contemplan los campos devastados por el fuego, las langostas o el viento: «marchitos como el corazón de Haggard». También cuentan que no se ven luces ni fuegos en su castillo, y que envía a sus hombres a robar pollos, sábanas y pasteles puestos a enfriar en los alféizares. La historia dice que la última vez que el rey Haggard rió... 

La unicornio pateó el suelo con impaciencia. Schmendrick reanudó su relato. 

—En cuanto al Toro Rojo, todavía sé menos de lo que he oído, pues he escuchado un número incalculable de habladurías, todas ellas contradictorias: el Toro existe, el Toro es un fantasma, el Toro es el mismísimo Haggard que se transforma al ponerse el sol. El Toro habitaba en el país antes de Haggard, o llegó en su compañía, o vino en su busca. Le protege de invasiones y revoluciones, y le paga los gastos de su ejército. Le mantiene prisionero en su propio castillo. Es el diablo al que Haggard vendió su alma. Es la cosa por cuya posesión vendió su alma. El Toro pertenece a Haggard. Haggard pertenece al Toro. 

La unicornio sintió que la inseguridad se apoderaba de ella, invadiéndola como una ola. Recordó las palabras de la mariposa: «Hace mucho tiempo que rebasaron todos los caminos. El Toro Rojo los siguió de cerca y borró sus huellas». Vio blancas formas arrastradas por el rugiente viento y cuernos amarillentos agitándose. 


—Iré allí —afirmó—. Mago, te debo un favor, puesto que conseguiste liberarme. ¿Qué quieres de mí antes de separarnos? 

Los grandes ojos de Schmendrick destellaban como hojas al sol.

—Que me lleves contigo.

La unicornio se apartó, ágil y fría, sin responder.

—Te sería útil —insistió el mago—. Conozco el camino que conduce al país de Haggard y las lenguas de las tierras que de él nos separan. — La unicornio estaba a punto de desvanecerse en la espesa neblina, y Schmendrick habló más rápido—. Además, ningún viajero es mala compañía para un brujo, ni siquiera un unicornio. Recuerda la historia del gran hechicero Nikos. Una vez, en medio del bosque, encontró a un unicornio dormido, con la cabeza reposando en el regazo de una muchacha virgen, al tiempo que tres cazadores se acercaban con los arcos dispuestos para matarlo, pues deseaban apoderarse de su cuerno. A Nikos sólo le quedaba un segundo para actuar. Con una palabra y un gesto transformó al unicornio en un apuesto joven que, al despertar y contemplar a los tres cazadores asombrados y boquiabiertos, se lanzó sobre ellos y los mató. El diseño de la espada era peculiarmente afilado, y luego dio cuenta de los cadáveres sin ningún miramiento.
— ¿Qué pasó con la muchacha? —preguntó la unicornio—. ¿La mató también?
—No, se casó con ella. Dijo que no era más que una chiquilla desvalida, maltratada por la familia y que lo que realmente necesitaba era un buen hombre, lo que fue desde ese momento porque ni siquiera Nikos pudo devolverle su forma original. Murió viejo y respetado, a causa de una indigestión de violetas, según algunas murmuraciones; nunca se hartaba de violetas. No tuvieron hijos.

La historia había impresionado bastante a la unicornio. Con voz suave, comentó:
—El mago no le prestó servicio alguno, más bien le produjo una terrible desgracia... Sería espantoso que todos mis hermanos hubieran sido convertidos en hombres por hechiceros bienintencionados, exiliados, atrapados en casas devoradas por las llamas. Pronto averiguaría que el Toro Rojo los exterminó a todos.
—Adonde vas ahora —argumentó Schmendrick— encontrarás muy poca gente que te desee el bien, y un corazón amigable, si bien algo necio, puede que algún día te sea tan útil como el agua. Llévame contigo, compartiremos las risas, la fortuna, lo desconocido. Llévame contigo. 

Mientras hablaba la lluvia había disminuido de intensidad, el cielo empezaba a clarear y la hierba húmeda brillaba como el interior de una concha. La unicornio miró a lo lejos, buscando entre la niebla de reyes a un rey, y a través del resplandor nevado de castillos y palacios uno construido sobre los hombros de un toro. 

—Nadie viajó antes conmigo —dijo—, pero tampoco nadie me encarceló, ni me confundió con un potro blanco, ni me disfrazó de mí misma. Parece que me van a suceder muchas cosas por primera vez, y tu compañía no será ni la más extraña ni la última. Por tanto, puedes venir conmigo si quieres, aunque hubiera deseado que me pidieras otro tipo de recompensa.
—Ya lo pensé. —Schmendrick sonrió tristemente. Se miró los dedos y la unicornio advirtió las marcas semicirculares ocasionadas por las rejas—. Pero nunca hubieras podido concederme mi verdadero deseo. 

Ya empezamos, pensó la unicornio, sintiendo la primera punzada de dolor en el interior de su piel, así será viajar todo el tiempo con un mortal. 

—No —replicó—, yo no puedo convertirte en algo que no eres, como tampoco podía la bruja. No puedo convertirte en un auténtico mago. 
—Lo sabía —dijo Schmendrick—. Está bien. No te preocupes.
—No pienso preocuparme —contestó la unicornio.
En ese primer día de su viaje, un arrendajo azul voló súbitamente por encima de ellos, muy bajo y dijo: 

—Vaya, esto es lo que se dice estar de suerte.

Y partió como una flecha hacia su casa para contárselo a su esposa. Estaba sentada en el nido, cantando a los niños con una cadencia monótona.
 
Arañas, sabandijas, escarabajos y grillos,
babosas de los rosales y garrapatas de los zarcillos,
saltamontes, caracoles y uno o dos huevos de codorniz,
todos ellos regurgitaré para ti.
Sueña, mi niño, sueña con portentos y quimeras,
no es tan divertido volar como quisieras.

—He visto a un unicornio —dijo el arrendajo azul con una amplia sonrisa.
—Lo que no has visto es la cena, por lo que parece —replicó fríamente su esposa—. Detesto a los hombres que hablan con la boca vacía.
— ¡Un unicornio, chica! —El arrendajo abandonó su aire de indiferencia y se puso a dar saltitos sobre la rama—. No había visto uno desde...
—Nunca viste ninguno —dijo ella—. Fui yo, ¿recuerdas? Sé todo lo que has visto y lo que no.
—Había un tipo extraño, vestido de negro, con él —continuó sin prestarle atención—. Se dirigían hacia la Montaña del Gato. Me pregunto si su punto de destino es el país de Haggard. —Ladeó su cabeza en el artístico ángulo en que había conquistado el amor de su esposa, mucho tiempo atrás—. Menudo desayuno tendrá Haggard cuando lo vea... Llega un unicornio, tan audaz como puedas imaginar, y llama a su lúgubre puerta, toc, toc, toc. Daría cualquier cosa por ver...
—Supongo que no os pasasteis los dos el día entero mirando unicornios —interrumpió su esposa chasqueando el pico—. Al menos, tengo entendido que ella solía ser más imaginativa en lo referente a pasar el rato. 

Avanzó hacia él con las plumas del cuello encrespadas. 

—Cariño, si ni siquiera la vi... —empezó a decir el arrendajo azul, y ella comprendió que, en efecto, ni la había visto ni se habría atrevido, pero de todas formas le atizó un sopapo. Era una mujer que sabía cómo enderezar una moral débil.


La unicornio y el mago caminaron a través de la primavera, ascendieron la suave pendiente de la Montaña del Gato y bajaron hacia un valle violeta donde crecían manzanos. Más allá del valle aparecían colinas de escasa altitud, frágiles y redondas como ovejas, que inclinaron su cabeza, maravilladas, para olfatear a la unicornio cuando pasó entre ellas. Después llegaron las primeras cumbres del verano y las llanuras recalentadas donde el aire colgaba inmóvil, lustroso como el azúcar. Juntos vadearon ríos, coronaron lomas erizadas de zarzales, salvaron riscos y vagaron por bosques que recordaron a la unicornio su hogar, aunque no se le parecieran en nada.

Así es mi bosque ahora, pensaba, pero se decía que no importaba, que cuando volviera todo sería como antes. 

Por la noche, mientras Schmendrick dormía con el sueño de un hambriento y fatigado mago, la unicornio se acurrucaba, insomne, esperando a ver la enorme forma del Toro Rojo precipitarse desde la luna sobre ella. A veces captaba lo que creía su aroma, un oscuro y taimado hedor que se abría camino en la noche, buscándola.

Entonces se ponía en pie con un resuelto grito de desafío, sólo para encontrar dos o tres venados que la observaban desde una respetuosa distancia. Los venados aman y envidian a los unicornios. En cierta ocasión, un gamo, en su segundo verano de existencia, se adelantó a sus risueños amigos, llegó a su altura y musitó sin mirarla a los ojos: 

—Eres muy bella. Eres tan bella como contaban nuestras madres.

La unicornio le miró en silencio, sabiendo que no esperaba su respuesta. Los otros venados ocultaron la risa y murmuraron: «Sigue, sigue». Entonces el venado levantó la cabeza y gritó rápida y alegremente: 

— Pero conozco alguien más bello que tú.

Y de un salto se marchó a toda velocidad, bañado por la luz de la luna. Sus amigos le siguieron y la unicornio volvió a acostarse.

En el transcurso de su viaje se detenían a veces en algún pueblo, y en ellos se presentaba Schmendrick como un mago portentoso, ofreciéndose por las calles a «cantar a cambio de mi cena, molestaros un poquito, turbar vuestro sueño ligeramente y continuar la ruta». Pocas eran las ciudades en las que no se le invitaba a instalar su hermoso potro blanco y a pasar la noche; antes de que los niños se marcharan a la cama, actuaba en la plaza del mercado a la luz de los faroles. Jamás intentaba nada más espectacular que transformar el jabón en golosinas y hacer hablar a las muñecas, pero incluso este tipo de magia insignificante se le escapaba de las manos. Aun así gustaba a los niños, y sus padres le obsequiaban con espléndidas cenas, de modo que las veladas veraniegas transcurrían ligeras y tranquilas. Siglos después, la unicornio todavía recordaba con agrado el extraño aroma a chocolate de las cuadras y la sombra de Schmendrick danzando sobre las paredes, las puertas y las chimeneas a la luz de las hogueras.
Al amanecer reanudaban su camino, los bolsillos de Schmendrick repletos de pan, queso y naranjas, y la unicornio trotando mansamente tras él, blanca como el mar bajo el sol, verde como el mar a la sombra de los árboles. La gente olvidaba los trucos del mago antes de que se perdiera de vista, pero su potro blanco turbó las noches de más de un lugareño y algunas mujeres despertaron anegadas en llanto después de soñar con él.

Una tarde hicieron alto en una próspera y confortable ciudad, en la que hasta los mendigos tenían doble papada y los ratones pululaban. El alcalde requirió de inmediato la presencia de Schmendrick a la hora de cenar, en compañía de varios de sus más orondos concejales. La unicornio, inadvertida como siempre, fue abandonada en un prado donde la hierba crecía dulce como la miel. La cena se sirvió al aire libre, en la plaza, pues la noche era calurosa y el alcalde deseaba hacer los honores a su huésped. Fue una cena excelente.

A lo largo del banquete Schmendrick narró acontecimientos de su vida como hechicero errante, adornándola con dragones, reyes y nobles damas. No mentía; simplemente organizaba los hechos con más sensibilidad, de forma que sus relatos aparentaban ser auténticos, incluso ante los más desconfiados concejales. No sólo éstos, sino toda clase de gente se arremolinó a su alrededor para desvelar la naturaleza del don que abría todas las cerraduras, si se aplicaba convenientemente. Y ni uno de ellos dejó de aterrarse ante las marcas de sus dedos. 

—Un recuerdo de mi encuentro con una arpía —explicaba Schmendrick pausadamente—. Muerden.
—¿Y no tuvisteis miedo? —preguntó una muchacha con voz queda.

El alcalde le indicó por señas que callara, pero Schmendrick encendió un cigarrillo y le sonrió a través del humo.

—El miedo y el hambre me mantienen joven —replicó.

Examinó con la mirada el círculo de amodorrados y atónitos concejales y guiñó un ojo con descaro a la chica.

—Es cierto. —El alcalde no se mostró ofendido. Acarició el borde del plato con sus manos enjoyadas y añadió—: Gozamos de una buena vida aquí, o al menos eso parece. A veces pienso que un poco de miedo o un poco de hambre nos harían bien, fortalecería nuestras almas, en una palabra. Por este motivo siempre recibimos con agrado a los forasteros que nos traen relatos y canciones. Amplían nuestra perspectiva..., nos impulsan a examinar nuestro interior...

Bostezó y se estiró con unos espasmos ruidosos.
De pronto uno de los concejales exclamó:
— ¡Caramba! ¡Mirad el prado!
Pesadas cabezas se volvieron sobre unos agotados cuellos para contemplar las vacas, ovejas y caballos del pueblo agrupados en el extremo del campo, alrededor del potro blanco, que pacía tranquilamente en la fresca hierba. Ningún animal hacía el menor ruido. Incluso los cerdos y los gansos permanecían silenciosos como fantasmas. Un cuervo croó a lo lejos y su grito se esfumó en el ocaso como cenizas. 

—Notable —murmuró el alcalde—. Muy notable.
—Sí, ¿verdad? —condescendió el mago—. Si os contara las ofertas que me han hecho por él...
—Lo más interesante —comentó el concejal que había hablado en primer lugar— es que no parecen temerle. Tienen un aire reverente, como si le estuvieran rindiendo homenaje.
—Ven lo que vosotros habéis olvidado ver. — Schmendrick apuró el vino, mientras la muchacha le miraba con unos ojos más dulces y transparentes que los ojos de la unicornio. El mago golpeó la mesa con el vaso y dijo al sonriente alcalde—: Es una criatura mucho más extraña de lo que os atrevéis a imaginar. Es un mito, un recuerdo, el deseo del deseo, el lamento del vestigio... Si pudierais recordar, si os atrevierais a anhelar...


Su voz se perdió en el tumulto ocasionado por el redoblar de cascos sobre los adoquines y el griterío de los niños. Una docena de jinetes, ataviados con ropajes otoñales, irrumpió en la plaza, aullando y riendo, dispersando a los peatones como si fueran guijarros. Formaron en línea y desfilaron alrededor de la plaza, golpeando todo lo que encontraban en su camino, farfullando incomprensibles bravuconadas y desafíos a todos y a nadie. Uno de los jinetes se incorporó en su montura, tensó el arco y desprendió la veleta del capitel de la iglesia; otro le arrebató el sombrero a Schmendrick, se lo colocó en la cabeza y partió al galope, riéndose a carcajadas.

Algunos cazaban aterrorizados niños al vuelo y otros se contentaban con odres de vino y bocadillos. Sus ojos chispeaban locamente en los rostros mal afeitados y sus carcajadas resonaban como tambores. 

El alcalde mantuvo la serenidad hasta que consiguió llamar la atención del que encabezaba a los jinetes. Entonces enarcó una ceja; el hombre chasqueó los dedos y al instante cesó la algarabía. Los hombres enmudecieron como los animales frente a la unicornio. Depositaron a los niños en tierra y devolvieron la mayor parte de los odres.

—Jack Jingly, por favor —dijo el alcalde con calma.
El cabecilla de los asaltantes desmontó y caminó despacio hacia la mesa donde los concejales y su invitado habían cenado. Era un hombre de gran envergadura, cercano a los dos metros, y a cada paso que daba resonaba y tintineaba por los anillos, campanillas y pulseras que llevaba cosidos en su justillo remendado. 

—Buenas tardes, Su Excelencia —dijo con una risita grosera.
—Zanjemos el asunto de inmediato —respondió el alcalde—. No comprendo por qué no podéis venir a caballo tranquilamente, como gente civilizada.
—Bueno, no es que los muchachos quieran hacer daño a nadie —gruñó el gigante en tono afable—. Veréis, Su Excelencia, es lógico que después de todo un día enfrascados en sus quehaceres necesiten un poco de distracción, un ligero desahogo, en fin. A que sí, ¿eh? —Con un suspiro extrajo un arrugado monedero de su cinturón y lo depositó en la mano abierta del alcalde—. Ahí va eso, Su Excelencia. No es mucho, pero no podemos desprendernos de más dinero.

El alcalde puso las monedas en su palma y las rechazó con un grueso dedo.
—Por supuesto que no es mucho —se lamentó—. Ni siquiera está a la altura de lo requisado el mes anterior, y ya era bastante poco. Sois un lamentable hatajo de bandoleros.
—Son tiempos duros —se excusó Jack Jingly hoscamente—. No podemos quejarnos si los viajeros tienen menos plata que nosotros. No se pueden pedir peras al olmo.
—Yo sí puedo —dijo el alcalde. Su rostro adquirió un tono purpúreo y amenazó con el puño al gigantesco salteador—. Y si me estáis estafando, si os estáis llenando los bolsillos a mis expensas, amigo mío, os aplastaré, os reduciré a pulpa, os haré picadillo y dejaré que el viento os disperse. ¡Largaos ahora mismo y decídselo a vuestro piojoso capitán! ¡Fuera de mi vista, tunantes!

En el momento en que Jack Jingly se iba a marchar, mascullando entre dientes, Schmendrick se aclaró la garganta y solicitó tímidamente: 

—Me gustaría recuperar el sombrero, si no os importa. 

El gigante se paró en seco y le miró con los ojos inyectados en sangre, como un búfalo a punto de atacar.

—Mi sombrero —exigió Schmendrick con voz más firme—. Uno de tus hombres me cogió el sombrero y demostraría ser bastante inteligente si me lo devolviera.
—¿Inteligente, dices? —gruñó finalmente el hombre—. ¿Y quién se supone que eres tú? ¿Sabes lo que es la inteligencia?
—Soy Schmendrick el Mago —declaró, animado por el vino que recorría sus venas— y puedo ser un mal enemigo. Soy más viejo de lo que parezco y aún mucho menos amigable. Mi sombrero. Jack Jingly le observó unos momentos, retrocedió hacia su caballo y montó en él. Luego avanzó hasta situarse a escasos centímetros de Schmendrick y dijo: 

—Pues bueno, si eres un mago hazme algún truquillo. Vuelve mis napias verdes, llena mis alforjas de nieve, sácame la barba. Enséñame tu magia o pon pies en polvorosa.

Sacó una oxidada daga del cinturón y la sostuvo por la punta, silbando maliciosamente.

—El mago es mi invitado —advirtió el alcalde. 
—Muy bien —dijo Schmendrick con solemnidad—. Que se ponga en tu cabeza.

Tras asegurarse, con un rápido vistazo, que la muchacha estaba pendiente de él, señaló con el dedo al grupo de espantajos arremolinados detrás de su cabecilla y pronunció unas palabras que rimaban. Al instante, su sombrero negro se desprendió de los dedos del hombre que lo sujetaba y flotó lentamente en la oscuridad, silencioso como un búho. Dos mujeres se desvanecieron y el alcalde volvió a sentarse. Los bandoleros lanzaron chillidos infantiles.

El sombrero negro recorrió toda la longitud de la plaza hasta llegar a la altura de un abrevadero en el que se sumergió, reapareciendo de nuevo lleno de agua. Entonces, casi invisible en las tinieblas, recorrió el camino inverso, dando la impresión de que se dirigía en línea recta hacia la cabeza descubierta de Jack Jingly. Éste se la cubrió con las manos, sollozando, lo que provocó risas disimuladas entre sus hombres. Schmendrick dibujó una sonrisa de triunfo en sus labios y chasqueó los dedos para apresurar el desenlace.

Pero, a medida que se aproximaba al cabecilla de los bandoleros, la trayectoria del sombrero se iba desviando, primero gradualmente, luego con enérgica decisión hacia la mesa de los concejales. El alcalde tuvo el tiempo justo para ponerse en pie antes de que el sombrero se instalara confortablemente en su cabeza. Schmendrick lo esquivó a duras penas, pero dos de los concejales más cercanos quedaron empapados por completo.

En el torbellino de carcajadas que siguió al incidente, Jack Jingly se agachó y se apoderó de Schmendrick el Mago, que trataba de secar al alcalde con el mantel. 

—No dudo que te soliciten muchas repeticiones —bramó en su oreja—. Será mejor que vengas con nosotros. 

Colocó a Schmendrick boca abajo atravesado en su montura y galopó hacia la salida del pueblo, seguido de la innoble horda. Sus bufidos, eructos y risotadas persistieron en la plaza mucho después de que el sonido de los cascos se hubo disipado.

Los hombres acudieron corriendo al alcalde para preguntarle si debían acudir en rescate del mago, pero aquél agitó su mojada cabeza con estos argumentos: 

—No creo que sea necesario. Si nuestro invitado es el hombre que afirma ser, es capaz de entendérselas con cualquiera a las mil maravillas. Si, por el contrario, no lo es, es evidente que un impostor que haya abusado de nuestra hospitalidad tampoco merece nuestra ayuda. No, no, no debemos preocuparnos por él. 

Por sus mejillas se deslizaban riachuelos que iban a encontrarse con los arroyos de su garganta, desembocaban en el río de la camisa, pero él desvió su plácida mirada hacia el prado donde el potro blanco del mago resplandecía en las tinieblas. Trotaba de un lado a otro del cercado sin hacer ruido.

—Me parece que sería conveniente cuidar de la montura de nuestro amigo ausente, ya que es evidente que la tenía en gran estima —dijo el alcalde sin levantar la voz.

Envió a dos hombres al prado con instrucciones de atar con una cuerda al potro y encerrarlo en el establo más seguro de su propia cuadra. Pero antes de que los hombres hubieran abierto la puerta del prado, el potro blanco saltó el cercado y desapareció en la noche como una estrella errante. Los dos hombres se quedaron un momento donde estaban, sin prestar atención a la orden del alcalde de que volvieran; y a nadie comentaron, ni siquiera entre ellos, por qué se habían quedado tanto tiempo mirando el potro del mago. Y después de esto, a veces, se ponían a reír con auténtica satisfacción en el transcurso de acontecimientos muy graves, de modo que llegaron a ser considerados como unos tipos de lo más frívolos.

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