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miércoles, 15 de agosto de 2012

El último unicornio - Cap IX - Peter S. Beagle

Viene de "El último unicornio - Cap VIII - Peter S. Beagle"


 

 CAPÍTULO IX

Los centinelas les vieron llegar un poco antes de la puesta de sol, cuando el mar estaba en calma y reflejaba cegadoramente la luz del ocaso. Los centinelas pasaban ante la segunda más alta de la muchas torres torcidas que brotaban del castillo, que lo asemejaban a uno de esos raros árboles que se alzan con las raíces al aire. Desde donde estaban situados, los dos hombres podían inspeccionar todo el valle de Hagsgate, hasta la misma ciudad y las colinas angulosas más lejanas, así como el camino que serpenteaba desde el extremo del valle hasta la enorme, aunque combada, puerta principal del castillo del rey Haggard. 

—Un hombre y dos mujeres —dijo el primer centinela.

Corrió hacia el otro lado de la torre; una actitud sorprendente, por cuanto la torre se ladeaba de tal manera que la mitad de cielo que veía el centinela era mar. El castillo se asentaba sobre el borde de un acantilado que caía a pico sobre una estrecha y amarillenta franja de tierra, que se había ido desgastando hasta dejar al descubierto rocas negras y verdes. Delicados pájaros abolsados tomaban posesión de las rocas repitiendo «Dijo así, dijo así». 

El segundo centinela siguió a su compañero más pausadamente.
—Un hombre y una mujer —dijo—. El tercero lleva una capa..., pero no estoy seguro. —Los dos hombres vestían mallas caseras (anillas, cápsulas de botella y eslabones de cadena cosidos en unos pellejos semicurtidos) y sus rostros resultaban invisibles detrás de las oxidadas viseras, pero la voz y el modo de andar del segundo centinela denotaban que era el de mayor edad—. El de la capa negra. No te fíes demasiado de ése.

Pero el primer centinela se había asomado a la luz anaranjada del ondulante mar, perdiendo algunos clavos de su miserable armadura al apoyarse en el parapeto. 

—Es una mujer —declaró—. Dudaría de mi sexo antes que del suyo.
—Y harías bien —observó el otro con sarcasmo—, pues no haces nada para parecer un hombre, salvo cabalgar a horcajadas. Te lo advierto otra vez, piénsatelo bien antes de llamar al tercero hombre o mujer. Espera un poco y verás.
—Si hubiera crecido sin sospechar jamás que existían dos secretos diferentes para el mundo —replicó el primer centinela sin volverse—, si hubiera tomado a todas las mujeres que conocí como si fueran exactamente iguales a mí, aun en ese supuesto sabría que esta criatura es diferente de cualquier otra cosa que hubiera visto antes. Siempre he lamentado que yo no te gustara; pero ahora, cuando la miro, todavía lamento más no haberme gustado a mí mismo. Oh, ya lo creo que lo lamento. 

Se inclinó un poco más sobre el muro y forzó la vista para observar mejor a las tres lentas figuras del camino. Una risa sofocada sonó tras la visera. 

— La otra mujer parece que esté de mal humor y que tenga los pies llagados —informó—. El hombre aparenta ser un tipo afable, pero de vida azarosa. Un juglar, a buen seguro, o un actor. 

Calló un largo rato, vigilando su lenta progresión.
—¿Y el tercero? —inquirió el más viejo, después—. ¿Tu quimera nocturna de atractivos cabellos? ¿Te has cansado de ella en menos de un cuarto de hora? ¿La has visto más cerca de lo que osaría el amor? 

Su voz rechinó dentro del casco como unos pequeños y curvados clavos.

—Pienso que no podría verla de cerca —replicó el centinela— por más que se aproximara. —Su propia voz era sorda y doliente, como el eco de las oportunidades perdidas—. Posee la cualidad de lo nuevo. Todo sucede por primera vez. Mira cómo se mueve, cómo camina, cómo gira la cabeza... Todo por primera vez, como la primera vez que todos hacemos estas cosas. Mira cómo retiene el aliento y lo deja ir, como si nadie más en el mundo supiera que el aire es bueno. Es todo para ella. Si me dijeran que ha nacido esta mañana, lo único sorprendente sería que ya fuera tan vieja.

El segundo centinela miró a los tres caminantes desde la torre. El hombre alto le vio primero, y después la mujer de semblante severo. En sus ojos, inexorables, cansados y vacíos, sólo se reflejó la armadura. Pero luego, la joven de la raída capa negra levantó la cabeza y el centinela tuvo que retroceder detrás del parapeto, oponiendo un guante de hojalata a su brillo cegador. Al instante siguiente, la muchacha se situó bajo la sombra del castillo con sus compañeros, y él bajó su mano.

—Debe de estar loca —dijo con calma—. Ninguna chica mayor puede mirar de esa manera sin estar loca. Sería fastidioso, pero sería mejor que la otra posibilidad.
—¿Cuál es? —preguntó el más joven, después.
—Que verdaderamente haya nacido esta mañana. Preferiría que estuviera loca. Bajemos ahora.

Cuando el hombre y las mujeres llegaron al castillo, los dos centinelas se habían colocado uno a cada lado de la puerta, con sus despuntadas y dobladas alabardas cruzadas y las cimitarras desenvainadas. El sol se había ocultado, y sus absurdas armaduras se hacían más firmemente amenazadoras a medida que el mar se desvanecía. Los viajeros titubearon, mirándose unos a otros. No tenían un oscuro castillo a sus espaldas ni los ojos ocultos.

—Decid vuestros nombres —ordenó con voz seca el segundo centinela.
—Yo soy Schmendrick el Mago —dijo el hombre alto, al tiempo que daba un paso al frente—. Ésta es Molly Grue, mi ayudante..., y ésta es lady Amalthea —Pronunció el nombre de la muchacha con inseguridad, como si nunca antes lo hubiera hecho—. Solicitamos audiencia al rey Haggard. Hemos recorrido un largo camino para verle.

El segundo centinela esperó a que el primero hablara, pero el más joven no cesaba de mirar a lady Amalthea. 

—Exponed el asunto que deseáis tratar con el rey Haggard —dijo con paciencia.
—Lo haré —replicó el mago—, pero al mismo Haggard. ¿Qué clase de cuestiones reales serían si pudiera confiarlas a lacayos y porteros? Conducidnos al rey.
—¿Qué clase de cuestiones reales podría discutir un brujo vagabundo, de lengua imprudente, con el rey Haggard? —fue la sombría contestación del segundo centinela.

Sin embargo, dio media vuelta y atravesó a grandes zancadas la puerta del castillo, seguido a cierta distancia por los visitantes del rey. En último lugar caminaba el centinela más joven, acompasando el paso al de lady Amalthea, cuyos movimientos imitaba sin darse cuenta. La muchacha se detuvo un momento ante la puerta, contempló el mar, y el centinela hizo lo mismo. 


El que precedía le llamó con aspereza, pero el joven estaba entregado a otros menesteres, ahora que debería responder de sus negligencias ante un nuevo capitán. Atravesó la puerta sólo cuando lady Amalthea se dignó hacerlo. Entonces la siguió, cantando para sí en tono soñador:
¿Qué es lo que me está sucediendo? 
¿Qué es lo que me está sucediendo?
No puedo decir si estoy contento o aterrado.  
¿Qué es lo que me está sucediendo?

Cruzaron un patio empedrado, en el que colgaba ropa húmeda que les azotó el rostro al pasar, y atravesaron una puerta más pequeña que daba acceso a un vestíbulo tan inmenso que no podían ver las paredes y el techo, sumergidos en las tinieblas. Grandes columnas de piedra salían a su paso mientras recorrían el vestíbulo, pero en seguida las dejaron atrás, casi sin tiempo de verlas. Su respiración despertaba el eco en aquel lugar tan vasto, y los pasos de otras criaturas de menor tamaño sonaban con tanta nitidez como los suyos. Molly Grue se mantenía lo más cerca posible de Schmendrick. 

A continuación del gran vestíbulo encontraron otra puerta y, después, una estrecha escalera. Había unas pocas ventanas y ninguna clase de luz. La escalera caracoleaba hacia lo alto, haciéndose más y más estrecha a medida que ascendían, hasta dar la sensación de que cada peldaño giraba sobre sí mismo y la torre les encerraba en un puño sudoroso. La oscuridad les miraba y les tocaba. Olía a lluvia y a excrementos de perro.

Algo retumbó en algún lugar cercano, aunque a una gran profundidad. La torre tembló como un barco en trance de encallar y respondió con un lamento pétreo y sordo. Los tres viajeros gritaron, luchando por conservar el equilibrio sobre los peldaños que se estremecían, pero su guía aceleró la marcha sin vacilar ni hablar. 

—No pasa nada, no tengáis miedo —susurró con toda seriedad el más joven de los centinelas a lady Amalthea—. Se trata del Toro. 

El sonido no se repitió.

El segundo centinela se detuvo de repente, sacó una llave de un lugar secreto y la introdujo, aparentemente, en el muro. Una sección de la pared se abrió hacia dentro y la pequeña procesión se introdujo en una minúscula y estrecha habitación, sin otras cosas que una ventana y una silla en el extremo opuesto. No había nada más, ni muebles, ni alfombras, ni colgaduras, ni tapices. En la estancia había cinco personas, la silla y la harinosa luz de la luna nueva.

—Éste es el salón del trono del rey Haggard —dijo el segundo centinela.
El mago le agarró por el codo y le obligó a volverse hasta que estuvieron frente a frente.

—Esto es una celda. Esto es una tumba. Ningún rey vivo se sienta aquí.
Condúcenos hasta Haggard, en el caso de que esté vivo.
—Puedes juzgar por ti mismo —dijo la voz escurridiza del centinela. Aflojó el casco y lo deslizó sobre su cabeza grisácea—. Yo soy el rey Haggard.

Sus ojos eran del mismo color que los cuernos del Toro Rojo. Era más alto que Schmendrick y, aunque su cara estaba surcada de profundas arrugas, no había indicios de indulgencia o necedad en ella. Era una cara llena de aristas; largas y crueles mandíbulas, unas sólidas mejillas, y una nariz delgada y plena de energía. Debía de tener setenta años, ochenta, o quizá más.

El primer centinela se adelantó con el casco bajo el brazo. Molly Grue dio un respingo cuando vio su cara, pues era la afable y ajada cara del príncipe que leía una revista mientras su princesa intentaba atraer a un unicornio. 

—Éste es Lír —dijo el rey Haggard.
—Hola —dijo el príncipe Lír—. Encantado de conoceros.


Su sonrisa saltó a los pies de los viajeros como un cachorro esperanzado, pero sus ojos, de un azul profundo y sombreado, cubiertos por espesas pestañas, permanecían inalterablemente fijos en los de lady Amalthea. Ella le devolvió la mirada, silenciosa como una joya, sin verle realmente, tal como los hombres ven a los unicornios. Pero el príncipe experimentó la extraña y feliz sensación de que ella le había mirado muy adentro, descendiendo a cavernas que él nunca había sabido dónde se hallaban; y allá su mirada cantaba y despertaba ecos. Algunos prodigios empezaron a producirse al sudoeste de su duodécima costilla, y él mismo, como un espejo ante lady Amalthea, empezó a brillar.

—¿Qué os interesa de mí?
Schmendrick el Mago se aclaró la garganta e hizo una reverencia ante el anciano de ojos claros.

—Deseamos entrar a vuestro servicio. La legendaria corte del rey Haggard, a lo largo y a lo ancho...
—No necesito criados.

El rey le dio la espalda, mostrando una actitud y unos ademanes indiferentes. Aun así, Schmendrick detectó cierta curiosidad que persistía en la piel de color pétreo y en las raíces del pelo gris.

—Pero seguro que conserváis algún séquito, algunos partidarios —dijo con cautela—. La sencillez es el más rico adorno de un rey, os lo garantizo, pero para un rey como Haggard...
—Haces que pierda mi interés —le interrumpió la voz cascada de nuevo—, y eso es muy peligroso. Dentro de un momento te habré olvidado por completo y jamás seré capaz de recordar lo que hice contigo. Lo que olvido no sólo deja de existir sino que, en realidad, no llegó nunca a existir. —Mientras hablaba, al igual que su hijo, buscó con sus ojos los de lady Amalthea—. Mi corte, para utilizar vuestros propios términos, consiste en cuatro hombres de armas. Pasaría sin ellos, si pudiera, pues cuestan más de lo que valen, como todo lo demás, pero hacen sus turnos de centinelas y de cocineros y, desde lejos, aparentan ser un ejército. ¿Qué otros sirvientes necesito?
—Pero los placeres de la corte —exclamó el mago—, la música, la conversación, las mujeres y las fuentes, las cacerías, los bailes de máscaras, las grandes fiestas...
—No significan nada para mí —dijo el rey Haggard—. Los he conocido todos y no me han hecho feliz. No conservaré nada que no me haga feliz. 

Lady Amalthea pasó junto a él parsimoniosamente y se acercó a la ventana para contemplar el mar nocturno. Schmendrick consiguió recuperar el aliento y declaró:

— ¡Os comprendo perfectamente! ¡Cuan fatigosas, rancias, insípidas y poco provechosas os deben parecer todas las costumbres de este mundo! Estáis aburrido de deleites, saciado de sensaciones, hastiado de alegrías estériles. Es la aflicción de los reyes y, por tanto, nadie desea más los servicios de un mago que un rey. Porque sólo para un mago el mundo es por siempre fluido, infinitamente mutable, eternamente nuevo. Sólo él conoce el secreto del cambio, sólo él sabe en verdad que todas las cosas aguardan con impaciencia poder convertirse en algo diferente, y es de esta tensión universal de donde extrae su poder. Para un mago, marzo es mayo, la nieve es verde y la hierba es gris; esto es aquello, o como queráis decirlo. ¡Poned un mago en vuestra vida!

Terminó doblando una rodilla y con los brazos abiertos. El rey Haggard se apartó nerviosamente de él y murmuró: 

— Levántate, levántate, me das dolor de cabeza. Además, ya tengo un mago.

Schmendrick se puso en pie de inmediato, sonrojado e inexpresivo.
—Nunca me lo dijisteis. ¿Cuál es su nombre? 
—Se llama Mabruk —replicó el rey Haggard—. No suelo hablar de él. Ni siquiera mis hombres de armas saben que vive aquí, en el castillo. Mabruk posee todas las cualidades que mencionaste antes, más algunas otras que tal vez no sospeches. En su oficio le conocen como el «mago de magos». No veo razón alguna para reemplazarle por un vagabundo, desconocido, grotesco y...
— ¡Ah, pero yo sí! —interrumpió Schmendrick desesperadamente— . Veo una razón, señalada por vos no hace ni un minuto. Este maravilloso Mabruk no os hace feliz.

Una sombra de decepción y revelación pasó lentamente por la enfurecida cara del rey Haggard. Durante un instante, pareció un adolescente desconcertado. 

—Caramba, pues es verdad —murmuró—. Hace mucho tiempo que la magia no me complace. Me pregunto desde cuando... —Dio unas enérgicas palmadas y gritó—: ¡Mabruk! ¡Mabruk! ¡Aparece, Mabruk!
—Aquí estoy —dijo una voz profunda, desde uno de los extremos de la estancia.


Un anciano vestido con un traje negro adornado con lentejuelas, que se tocaba con un sombrero puntiagudo, también cubierto de lentejuelas, estaba sentado allí, y nadie podía afirmar a ciencia cierta que no se hallaba a la vista de todos cuando habían entrado en el salón del trono. Tenía la barba y las cejas blancas, facciones suaves e inteligentes, pero sus ojos eran duros como el granizo.

—¿Qué desea Su Majestad de mí?
—Mabruk —dijo el rey Haggard—, este caballero pertenece a tu fraternidad. Se llama Schmendrick.

Los ojos helados del viejo hechicero se abrieron un poco y miró con curiosidad al hombre de aspecto desharrapado.

— ¡Bueno, así que eres tú! —exclamó con aparente placer—. ¡Schmendrick, querido muchacho, qué alegría tengo de verte! No te acordarás de mí, pero yo era un muy buen amigo de tu tutor, el querido Nikos. Pobre hombre, tenía grandes esperanzas depositadas en ti. ¡Vaya, vaya, qué sorpresa! ¿Así que todavía continúas en la profesión? ¡Caramba, si que eres un tipo tenaz! Yo siempre digo que la perseverancia constituye las nueve décimas partes de cualquier arte..., aunque no sirva de mucho ser nueve décimas partes de artista, por supuesto. Pero ¿qué es lo que te trae por aquí?
—Ha venido a ocupar tu lugar. —La voz del rey Haggard era terminante y categórica—. Él es ahora mi mago. 

El asombro inicial de Schmendrick no pasó desapercibido al viejo hechicero, aunque tampoco pareció muy sorprendido por la decisión del rey. Obviamente, consideró por un momento si valía la pena montar en cólera, pero eligió, en cambio, un tono de afable diversión.

— Como desee Su Majestad, ahora y siempre —dijo suavemente—. Pero tal vez Su Majestad se halle interesado en conocer un fragmento de la historia de este nuevo mago. Estoy seguro de que al querido Schmendrick no le importará que mencione el hecho de que ya se ha convertido en una especie de leyenda en el oficio. De hecho, entre los adeptos, se le conoce mejor como la «Locura de Nikos». Su encantadora y completa torpeza en el dominio de los misterios más simples, su creativo estilo de emplear los más infantiles versos de la teurgia, por no hablar de... 

El rey Haggard hizo un breve movimiento con la mano, Mabruk se calló inmediatamente. 

—No necesito que me convenzan de su incapacidad para este puesto. Basta con una simple mirada para comprobarlo, del mismo modo que una simple mirada prueba que eres uno de los grandes hechiceros del mundo. 

Mabruk expresó su satisfacción acariciándose la magnífica barba y frunciendo su bondadosa frente.

—Pero eso no significa nada para mí —siguió el rey Haggard—. En el pasado has realizado todos los milagros que te pedí, con la consecuencia de que mi afición por los milagros se ha disipado. No hay tarea demasiado ingente para tus poderes y, sin embargo, cuando la maravilla ha tenido lugar nada ha cambiado. Debo suponer que ese gran poder es incapaz de darme lo que realmente deseo. Un mago magistral no me ha hecho feliz. Veré lo que un incompetente puede hacer. Puedes irte, Mabruk.

Con un gesto de la cabeza despidió al viejo hechicero. La apariencia afable de Mabruk se desvaneció como una chispa en la nieve y con el mismo sonido. Todo su rostro pareció concentrarse en los ojos.

—No es tan fácil deshacerse de mí —dijo con mucha suavidad—. No por un capricho, aunque sea el capricho de un rey, y menos en favor de un imbécil. ¡Ten cuidado, Haggard! La ira de Mabruk no es ligera. 


Una ventolera se desató en la oscura habitación. Daba igual que entrara por una parte u otra, la ventana, la puerta cerrada, pues su auténtico origen provenía de la figura enjuta del viejo hechicero. Era un viento frío, rancio, un húmedo y ululante viento de las marismas, que brincaba a lo largo y a lo ancho de la estancia como un regocijado animal que acaba de descubrir la endeblez de los seres humanos. Molly Grue se acurrucó junto a Schmendrick, que parecía inquieto. El príncipe Lír envainaba y desenvainaba nerviosamente su espada. 

Hasta el rey Haggard retrocedió un paso ante la sonrisa triunfal del viejo Mabruk. Las paredes del recinto parecían reblandecerse y alejarse, y el rutilante vestido del brujo se convirtió en la inmensa noche que aullaba. Mabruk no decía ninguna palabra, pero el viento estaba empezando a emitir un perverso y chirriante sonido a medida que cobraba fuerza. De un momento a otro se haría visible, tomaría forma. Schmendrick abrió la boca, pero si estaba gritando algo para neutralizar el conjuro no se oyó, ni tampoco funcionó. 

En medio de las tinieblas, Molly Grue vio que lady Amalthea se volvía, muy lejos, y extendía una mano donde los dedos corazón y medio tenían la misma longitud. Aquel lugar extraño de su frente irradiaba una luz brillante como una flor. 


Y de repente el viento desapareció como si nunca hubiera existido, los muros de piedra los rodearon una vez más y la sombría habitación se hizo tan alegre como el mediodía después de la noche de Mabruk. El brujo estaba inclinado casi hasta el suelo, mirando fijamente a lady Amalthea. Su rostro bondadoso e inteligente era ahora el de un hombre acabado, y su barba pendía flojamente de su mentón como el agua estancada. El príncipe Lír le agarró del brazo.

—Vamos, anciano —le dijo, no sin cierta gentileza—. Fuera de aquí, abuelito. Escribiré tus referencias.
—Ya me voy —dijo Mabruk—. No porque te tema a ti, pedazo de alcornoque, ni a tu loco y desagradecido padre; ni a causa de tu nuevo mago, que mucha felicidad os proporcione. —Sus ojos se cruzaron con los ojos hambrientos del rey Haggard y rió como una cabra—. Haggard, no me gustaría estar en tu pellejo por nada del mundo. Has dejado que tu perdición entrara por la puerta principal, aunque no se irá por el mismo camino. Te contaría más detalles, pero ya no estoy a tu servicio. Es una pena, porque llegará un día en que sólo un maestro podrá salvarte... ¡y en esa hora tendrás a Schmendrick para que te ayude! ¡Adiós, pobre Haggard, adiós! 

Aún sonriente, desapareció; pero su regocijo habitó para siempre en los ángulos de la cámara, como el perfume del humo o del polvo antiguo y frío. 

—Bien —dijo el rey Haggard a la luz gris de la luna—. Bien. —Se acercó lentamente hacia Schmendrick y Molly, pisando sin hacer ruido, balanceando la cabeza como si jugara—. Estaos quietos —les ordenó cuando se movieron—. Quiero veros las caras.
—Encended una luz, pues —dijo Molly Grue.

La calma de su voz la asustó más que la furia del viejo hechicero. Es fácil arriesgarse por ella, pensó, pero si empiezo a arriesgarme por mí, ¿quién sabe dónde podemos acabar?

—Nunca enciendo las luces —replicó el rey—. ¿Qué hay de bueno en la luz?
Se alejó de ellos, murmurando para sus adentros.
—Un rostro es casi inocente, casi imbécil, pero no lo bastante imbécil. El otro rostro es como el mío, y eso significa peligro. De todas formas, todo eso lo vi en la puerta... ¿Por qué les dejé entrar, entonces? Mabruk tenía razón; soy viejo, estúpido y crédulo. Aun así, sólo veo a Haggard cuando les miro a los ojos. 

El príncipe Lír se agitó, nervioso, cuando el rey atravesó el salón del trono en dirección a lady Amalthea. Estaba mirando de nuevo por la ventana, pero se dio la vuelta rápidamente cuando ya el rey Haggard se hallaba muy cerca. Inclinó la cabeza de forma muy peculiar.

—No te tocaré —dijo el monarca, y ella esperó, inmóvil—. ¿Por qué permaneces junto a la ventana? ¿Qué estás mirando?
—Miro el mar —dijo lady Amalthea.

Su voz era suave y temblorosa, pero no de pánico, sino de vida, del mismo modo que una mariposa recién nacida se estremece bajo el sol.

—Ah —dijo el rey—. Sí, el mar siempre es bueno. No hay nada que me guste mirar por mucho tiempo, salvo el mar.

Siguió contemplando largo rato el rostro de lady Amalthea, sin reflejar en absoluto su luz, como había hecho el príncipe Lír, sino absorbiéndola y reteniéndola en algún lugar. Su aliento era tan rancio como el viento del hechicero, pero lady Amalthea no se movió. 


—¿Qué les ocurre a tus ojos? —gritó repentinamente—. Están llenos de hojas verdes, abarrotados de árboles, ríos y animalillos. ¿Dónde estoy yo? ¿Por qué no me puedo ver en tus ojos?

Lady Amalthea no respondió. El rey Haggard se plantó de un salto frente a Schmendrick y Molly. Su sonrisa de cimitarra apoyó su fría hoja en las gargantas de ambos.

—¿Quién es ella? —preguntó.
Schmendrick carraspeó varias veces antes de contestar.
— Lady Amalthea es mi sobrina. Soy su único pariente vivo y, por tanto, su guardián. Sin duda os confunde el estado de su ropa, pero tiene una fácil explicación. En el transcurso de nuestro viaje fuimos atacados por unos bandidos y despojados de nuestras...
—¿Qué tonterías estás farfullando? ¿Qué pasa con su atavío?

El rey volvió a mirar a la muchacha y Schmendrick comprendió de repente que ni el rey ni su hijo habían reparado en el hecho de que iba desnuda bajo su capa raída. La gracia natural de lady Amalthea hacía parecer jirones y andrajos el único vestido apropiado para una princesa; y, además, no sabía que estaba desnuda. Quien daba la impresión de estarlo era el rey, a pesar de su armadura.

—Lo que ella vista —dijo Haggard—, lo que os pueda haber ocurrido, lo que seáis unos para otros..., todo eso, por fortuna, no me concierne. Podéis mentirme sobre tales aspectos tanto como os atreváis. Quiero saber quién es ella. Quiero saber cómo destruyó la magia de Mabruk sin decir una palabra. Quiero saber por qué hay hojas verdes y crías de zorro en sus ojos. Habla rápido y evita la tentación de mentir, especialmente acerca de las hojas verdes. Respóndeme.

Schmendrick no replicó de inmediato. Produjo algunos sonidos con un esfuerzo vehemente, pero ni una palabra discernible salió de sus labios. Molly Grue reunió valor para contestar, aunque sospechaba que era imposible contar la verdad al rey Haggard. Algo en su aspecto invernal agostaba todas las palabras, embrollaba los significados y torcía las rectas intenciones en formas tan atormentadas como las torres de su castillo. Aun así hubiera hablado, pero fue otra voz la que se oyó en la oscura estancia, la clara, educada e ingenua voz del joven príncipe Lír.

—Padre, ¿qué diferencia hay? Ella está aquí ahora.
El rey Haggard suspiró. No fue un sonido suave, sino sordo y rasposo; ni tampoco un sonido de capitulación, sino la retumbante meditación de un tigre que se apresta a saltar.

—En efecto, tienes razón —dijo—. Ella está aquí, todos ellos están aquí y, tanto si significan mi perdición como si no, los contemplaré durante un rato. Un plácido aire de desastre les acompaña. Tal vez sea lo que deseo. —Se dirigió a Schmendrick secamente—. En calidad de mi brujo, me divertirás cuando quiera que me diviertan, de formas variadamente profundas y frívolas. Espero de ti que sepas cuándo y cómo has de ser requerido, ya que no puedo estar todo el tiempo adivinando mis estados de ánimo y mis deseos en beneficio tuyo. No percibirás salario alguno, pues no viniste aquí por eso. En cuanto a tu amante, asistente, o como quieras llamarla, me servirá también si es su voluntad permanecer en el castillo. Desde esta tarde es cocinera y criada a la vez, y también fregona y barrendera. 

Hizo una pausa, como si aguardara las protestas de Molly, pero ella se limitó a asentir con la cabeza. La luna se había deslizado fuera del marco de la ventana, pero el príncipe Lír advirtió que, a pesar de ello, la sombría habitación no estaba más oscura. La fría luminosidad de lady Amalthea se intensificaba más lentamente que el viento de Mabruk, pero el príncipe comprendió muy bien que era mucho más peligrosa. Anhelaba escribir poemas bajo esa luz, aunque nunca antes lo había deseado.

—Puedes ir y venir cuanto te plazca —dijo el rey Haggard a lady Amalthea—. Puede que haya sido una locura por mi parte admitirte, pero no soy tan idiota como para no prohibirte el acceso a esta puerta o aquella. Mis secretos se guardan ellos mismos... ¿Hacen lo mismo los tuyos? ¿Qué estás mirando? 


— Estoy mirando el mar —replicó por segunda vez lady Amalthea.
—Sí, el mar siempre es bueno —dijo el rey—. Un día lo miraremos juntos.
—Caminó despacio hacia la puerta—. Será curioso tener en el castillo a una criatura cuya presencia hace que Lír me llame «padre» por primera vez desde que tenía cinco años.
—Seis —dijo el príncipe Lír—. Tenía seis.
—Cinco o seis, ¿qué más da? —dijo el rey—. Había dejado de hacerme feliz mucho antes y tampoco me hace feliz ahora. Nada ha cambiado porque ella esté aquí.

Se marchó casi tan silenciosamente como Mabruk y oyeron resonar sus botas de hojalata en la escalera. 

Molly Grue se acercó poco a poco a lady Amalthea y se acodó en la ventana junto a ella. 

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Qué es lo que ves?
Schmendrick se apoyó en el trono, observando al príncipe Lír con sus grandes y verdes ojos. A lo lejos, en el valle de Hagsgate, se oyó de nuevo el frío bramido.

—Encontraré aposentos para vosotros —dijo el príncipe Lír—. ¿Estáis hambrientos? Os conseguiré algo de comer. Sé donde hay ropas, delicado raso. Os podréis confeccionar vestidos.

Nadie le respondió. La opresiva noche se tragó sus palabras, y le pareció que lady Amalthea ni le oía ni le veía. Ella no se movió, pero el príncipe abrigaba la íntima convicción de que se estaba alejando de él, como la luna, mientras permanecía inmóvil, contemplándola.

—Deja que te ayude —pidió el príncipe Lír—. ¿Qué puedo hacer por ti? Deja que te ayude.
 

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