Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

lunes, 24 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap CIV, CV y CVI - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap CI, CII y CIII - Herman Melville"



Capítulo CIV


LA BALLENA FÓSIL


Por su mole poderosa, la ballena ofrece un tema muy adecuado para extenderse en él, amplificarlo, y, en general, demorarse. Aunque quisierais, no podríais comprimirlo. En buen derecho, sólo debería tratarse en un infolio imperial. Para no repetir una vez más los estadios que mide desde el agujero del chorro a la cola, y las yardas que tiene de cintura, pensad sólo en las gigantescas circunvoluciones de sus intestinos, que yacen en ella como grandes cables y guindalezas guardados en adujas en el subterráneo sollado de un barco de guerra.

Puesto que me he propuesto manejar yo solo a este leviatán, me es preciso mostrarme exhaustivamente omnisciente en la empresa, sin olvidar los más menudos gérmenes seminales de su sangre, y desenrollándolo hasta el último rollo de sus tripas. Habiéndole ya descrito en la mayor parte de sus peculiaridades habitatorias y anatómicas, queda ahora ensalzarle desde un punto de vista arqueológico, fosilífero y antediluviano. Aplicados a cualquier otro animal que el leviatán —a una hormiga o una pulga— tan colosales términos podrían considerarse con justicia como inmerecidamente grandilocuentes. Pero cuando el texto trata del leviatán, la cosa cambia. Estoy contento de acercarme tambaleante a esta empresa bajo las palabras más pesadas del diccionario. Y aquí ha de decirse que siempre que ha sido conveniente consultar un diccionario en el curso de estas disertaciones, he usado sin falta una enorme edición en cuarto del de Johnson, comprado adrede para este propósito, porque el insólito tamaño personal de ese famoso lexicógrafo le hacía más que capaz de redactar un diccionario para ser usado por un autor ballenero como yo. A menudo, uno oye hablar de escritores que se elevan y se hinchan con su tema, aunque éste parezca sólo ordinario. ¡Cómo, entonces, me pasará a mí, escribiendo sobre este leviatán! Inconscientemente, mi caligrafía se expansiona en mayúsculas de cartel. ¡Dadme una pluma de cóndor! ¡Dadme el cráter del Vesubio como tintero! ¡Amigos, sostenedme los brazos! Pues en el simple acto de movimiento, como para abarcar todo el círculo de las ciencias, y toda la generación de las ballenas, y los hombres, y los mastodontes, pasados, presentes y futuros, con todos los panoramas giratorios de imperios en la tierra, y a través del universo entero, sin excluir sus suburbios. ¡Tal, y tan magnificadora es la virtud de un tema amplio y liberal! Nos expansionamos hasta su tamaño. Para producir un libro poderoso, hay que elegir un tema poderoso. No se puede jamás escribir un volumen grande y duradero sobre la pulga,
aunque haya muchos que lo han intentado.

Antes de entrar en mi tema de las ballenas fósiles presento mis credenciales como geólogo, declarando que en mis tiempos misceláneos he sido albañil, y también gran excavador de zanjas, canales y fuentes, bodegas de vino, sótanos y cisternas de todas clases. Igualmente, por vía preliminar, deseo recordar al lector que, mientras en los estratos geológicos primitivos se encuentran los fósiles de monstruos ahora casi por completo extinguidos, los restos sucesivos, descubiertos en lo que se llaman las formaciones terciarias, parecen ser los eslabones conectadores, o al menos interpuestos, entre las criaturas antecrónicas, y aquellas cuya remota posteridad se dice que entró en el Arca; todas las ballenas fósiles hasta ahora descubiertas pertenecen al período terciario, que es el último que precede a las formaciones superficiales. Y aunque ninguna de ellas responde exactamente a ninguna especie conocida de los tiempos presentes, sin embargo, todas son lo bastante afines a éstas, en aspectos generales, para justificar que tomen el rango de cetáceos fósiles. Fósiles rotos y dispersos de ballenas preadamíticas, fragmentos de sus huesos y esqueletos, se han encontrado en los pasados treinta años, con intervalos diversos, en la base de los Alpes, en Lombardía, Francia, Inglaterra, Escocia, y en los Estados de Louisiana, Mississippi y Alabama. Entre los más curiosos de tales restos está parte de un cráneo, que el año 1779 se desenterró en la rue Dauphiné, de París, una breve calle que sale casi enfrente del Palacio de las Tullerías, y unos huesos desenterrados al excavar los grandes muelles de Amberes, en tiempos de Napoleón. Cuvier declaró que esos fragmentos pertenecieron a alguna especie leviatánica absolutamente desconocida.

Pero el hallazgo más prodigioso, con mucho, de restos de cetáceos, fue el enorme esqueleto, casi completo, de un monstruo extinguido, hallado el año 1842, en la plantación del juez Creagh, en Alabama. Los crédulos y aterrados esclavos de las cercanías lo tomaron por los huesos de uno de los ángeles caídos. Los médicos de Alabama dijeron que era de un enorme reptil, y le concedieron el nombre de basilosauro.
Pero al llevar algunos huesos suyos de muestra, al otro lado del océano, a Owen, el anatomista inglés, resultó que el presunto reptil era una ballena, aunque de especie desaparecida: significativa ilustración del hecho, repetido una vez y otra en este libro, de que el esqueleto de la ballena proporciona escasas claves sobre la forma de su cuerpo totalmente revestido. Así, Owen volvió a bautizar al monstruo como Zeuglodon, y en su estudio leído ante la Sociedad Geológica de Londres, afirmó que era, en sustancia, una de las criaturas más extraordinarias que las mutaciones del globo han borrado de la existencia.

Cuando me pongo entre estos poderosos esqueletos leviatánicos, cráneos, colmillos, mandíbulas, costillas y vértebras, todos ellos caracterizados por sus parciales semejanzas con los géneros existentes de monstruos marinos, pero al mismo tiempo mostrando por otra parte afinidades semejantes con los aniquilados leviatanes antecrónicos, sus incalculables antecesores, me siento llevado por una inundación a aquel prodigioso período antes de que se pudiera decir que había empezado el tiempo mismo, pues el tiempo empezó con el hombre. Aquí, el caos gris de Saturno rueda sobre mí, y obtengo vagos y estremecedores atisbos de esas eternidades polares, cuando bastiones de hielo, como cuñas, apretaban lo que ahora son los trópicos, y en todas las 25.000 millas de la circunferencia de este mundo, no era visible ni un palmo de tierra habitable. Entonces el mundo entero era de la ballena, y, reina de la creación, dejaba su estela a lo largo de las actuales líneas de los Andes y del Himalaya. ¿Quién puede mostrar un pedigrí como leviatán? El arpón de Ahab había derramado sangre más antigua que la de los faraones. Matusalén parece un niño de escuela. Miro a mí alrededor para estrechar la mano de Sem. Me abruma de terror esta existencia, antemosaica y sin fuentes, de los inexpresables terrores de la ballena, que, habiendo existido antes de todos los tiempos, por fuerza deberá existir después que pasen todas las eras humanas.

Pero este leviatán no sólo ha dejado sus huellas preadamíticas en las planchas estereotípicas de la naturaleza y ha perpetuado en piedra caliza y greda su antiguo busto; sino que en tabletas egipcias, cuya antigüedad parece reclamar para ellas un carácter casi fosilífero, encontramos la inconfundible huella de su aleta. En una sala del gran templo de Denderah, hace unos cincuenta años, se descubrió en el techo granítico un planisferio esculpido y pintado, abundante en centauros, grifos y delfines semejante a las grotescas figuras en la esfera celeste de los modernos. Deslizándose entre ellos, el viejo leviatán nadaba como antaño; allí nadaba en ese planisferio, siglos antes de que Salomón fuera mecido en la cuna.

Y tampoco debe omitirse aquí otro extraño testimonio sobre la antigüedad de la ballena, en su propia realidad ósea posdiluviana, según establece el venerable Juan Leo, el antiguo viajero de Berberla.

«No lejos de la orilla del mar, tienen un templo, cuyas vigas y travesaños están hechos de huesos de ballena, pues a menudo se arrojan muertas a la orilla ballenas de tamaño monstruoso. La gente vulgar imagina que, por un secreto poder otorgado al templo por Dios, ninguna ballena puede pasar ante él sin muerte inmediata. Pero la verdad del asunto es que, a ambos lados del templo, hay rocas que se meten dos millas en el mar y hieren a las ballenas cuando se posan en ellas. Tienen como cosa milagrosa una costilla de ballena de increíble longitud, que, tendida en el suelo con su parte convexa hacia arriba, forma un arco, cuya cima no puede alcanzar un hombre a lomo de camello. Esa costilla (escribe Juan Leo) se dice que llevaba allí cien años antes que la viera yo. Sus historiadores afirman que un profeta que profetizó sobre Mahoma, salió de este templo, y algunos no rehúsan afirmar que el profeta Jonás fue arrojado por la ballena en la base del templo.»

En ese templo africano de la ballena te dejo, oh lector, y si eres de Nantucket, y ballenero, adorarás ahí en silencio.

Capítulo CV


¿DISMINUYE EL TAMAÑO DE LA BALLENA? ¿VA A DESAPARECER?


Así, pues, en cuanto que este leviatán desciende tropezando sobre nosotros como desde los manantiales de la Eternidad, podrá preguntarse pertinentemente, si, en el largo transcurso de las generaciones, no ha degenerado desde el primitivo tamaño de sus progenitores. Pero al investigar encontramos que, no sólo las ballenas de los días actuales son superiores en magnitud a aquellas cuyos restos fósiles se encuentran en el sistema terciario (abarcando un definido período geológico anterior al hombre), sino que de las ballenas encontradas en este sistema terciario, las que pertenecen a las formaciones posteriores superan en tamaño a las de los anteriores. De todas las ballenas preadamíticas exhumadas hasta ahora, la mayor, con mucho, es la de Alabama que se mencionó en el último capítulo, y tenía menos de setenta pies de longitud de esqueleto; en tanto que ya hemos visto que la cinta métrica da setenta y dos pies para el esqueleto de una ballena moderna de gran tamaño. Y he oído decir, según autoridad de balleneros, que se han capturado cachalotes de cerca de cien pies de largo en el momento de la captura.

Pero ¿no podría ser que, mientras las ballenas de la hora presente aventajan en magnitud a las de todos los períodos geológicos anteriores, no podría ser, repito, que hubieran degenerado desde la época de Adán?

Con seguridad hemos de concluir eso, si hemos de dar crédito a las noticias de caballeros tales como Plinio y los naturalistas antiguos en general. Pues Plinio nos cuenta de ballenas que abarcaban acres enteros de mole viviente, y Aldrovando, de otras que medían ochocientos pies de longitud: ¡Avenidas de Cabullería y túneles del Támesis de ballenas! E incluso en los días de Banks y Solander, naturalistas de Cook, encontramos un miembro danés de la Academia de Ciencias que anota ciertas ballenas de Islandia (reydan-siskur, o panzas arrugadas) de ciento veinte yardas, esto es, trescientos sesenta pies. Y Lacépède, el naturalista francés, en su detallada historia de las ballenas, al mismo comienzo de su obra (página 3) evalúa la ballena de Groenlandia en cien metros, trescientos veintiocho pies. Y esa obra se ha publicado recientemente, en el año 1825 del
Señor.

Pero ¿creerá esas historias ningún ballenero? No. La ballena de hoy es tan grande como sus antepasados de tiempos de Plinio. Y si alguna vez voy a donde está Plinio, yo, que soy más ballenero que él, tendré el valor de decírselo. Porque no puedo entender cómo es que mientras que las momias egipcias que se enterraron miles de años antes que naciera Plinio no miden tanto con sus ataúdes como un kentuckiano actual sin zapatos; y mientras que el ganado vacuno y los demás animales tallados en las más antiguas tablillas de Egipto y Nínive, conforme a las proporciones relativas en que se han trazado, demuestran, con la misma claridad, que el actual ganado premiado en Smithfield, bien criado y alimentado en el establo, no sólo iguala sino que excede con mucho en tamaño a las más gordas de las vacas gordas de los faraones; a la vista de todo eso, no he de admitir que, entre todos los animales, solamente la ballena haya degenerado.

Pero todavía queda otro interrogante, a menudo removido por los más recónditos investigadores de Nantucket. Bien sea debido a los casi omniscientes vigías en la cofa de los balleneros, que ahora penetran incluso por el estrecho de Behring, y hasta los más remotos cajones y compartimientos secretos del mundo, o bien debido a los mil arpones y lanzas que se disparan a lo largo de todas las costas continentales, el punto a discutir es si Leviatán podrá aguantar mucho tiempo semejante persecución, y semejante agitación inexorable; y si no acabará por ser exterminado de las aguas, y la última ballena, como el último hombre, fumará su última pipa y luego se evaporará en la bocanada final.

Comparando los jibosos rebaños de ballenas con los jibosos rebaños de búfalos que, no hace cuarenta años, se extendían en decenas de millares por las praderas de Illinois y Missouri, y agitaban sus férreas melenas y miraban hurañamente con sus frentes cuajadas de truenos los asentamientos de las populosas ciudades fluviales, donde ahora el cortés agente os vende tierra a dólar la pulgada, tal comparación parecería ofrecer un argumento irresistible para mostrar que la perseguida ballena ya no puede escapar a su rápida destrucción. Pero hay que mirar este asunto bajo todas las luces. Aunque haga tan breve período —ni una larga vida de hombre— que el censo de búfalos de Illinois excedía al censo de hombres que hay ahora en Londres, y aunque en el día presente no quede de ellos ni un cuerno ni una pezuña en toda esa región, y aunque la causa de esta prodigiosa exterminación haya sido la lanza del hombre, sin embargo, la naturaleza tan diversa de la caza de la ballena prohíbe perentoriamente un final tan poco glorioso para el leviatán. Cuarenta hombres en un barco persiguiendo al cachalote durante cuarenta y ocho meses creen que les ha ido enormemente bien, y dan gracias a Dios, si al fin se llevan a casa el aceite de cuarenta peces: mientras que, en los días de los viejos cazadores canadienses e indios y los tramperos del Oeste, cuando el Far West (en cuyo poniente siguen levantándose soles) era un desierto virgen, el mismo número de hombres con mocasines, durante el mismo número de meses, montados a caballo en vez de navegando en barcos, habrían matado, no cuarenta, sino más de cuarenta mil búfalos; un hecho que, si fuera necesario, podría comprobarse estadísticamente.

Y, bien mirado, tampoco parece un argumento a favor de la extinción gradual del cachalote, que, por ejemplo, en los últimos años (la parte final del siglo pasado, digamos) esos leviatanes, en pequeñas manadas, se encontrasen mucho más a menudo que actualmente, y, en consecuencia, los cruceros no fueran tan prolongados y fueran también mucho más remuneradores. Porque, como se ha hecho notar en otro lugar, esas ballenas, influidas por consideraciones de seguridad, ahora nadan por los mares en inmensas caravanas, de modo que, en buena medida, los solitarios dispersos, las parejas, las pequeñas manadas y las «escuelas» de otros tiempos ahora se han congregado en ejércitos infrecuentes, vastos pero muy separados. Eso es todo. E igualmente falaz me parece la idea de que, porque las llamadas ballenas de «barbas de ballena» ya no aparecen en muchas zonas de pesca que en años anteriores abundaban en ellas, se deduzca de aquí que la especie está también declinando. Pues sólo son expulsadas de promontorio en promontorio, y si una costa ya no se anima con sus chorros, entonces es seguro que alguna otra orilla más remota acaba de ser sorprendida por este espectáculo insólito.

Además: en cuanto a los mencionados leviatanes, tienen dos firmes fortalezas que, con toda probabilidad humana, seguirán siendo siempre inexpugnables. Y así como, ante la invasión de sus valles, los escarchados suizos se retiraron a sus montañas, igualmente, expulsadas de las sabanas y páramos de los mares centrales, las ballenas de «barbas de ballena» pueden recurrir al fin a sus ciudadelas polares, y sumergiéndose allí bajo las últimas barreras y murallas cristalinas, emerger entre campos y bancos de hielo, y, en un círculo encantado de perenne diciembre, desafiar a toda persecución del hombre.

Pero como quizá se arponean cincuenta de esas ballenas de «barbas de ballena» por cada cachalote, algunos filósofos del castillo de proa han decidido que esta resuelta matanza ya ha disminuido seriamente sus batallones. Sin embargo, aunque durante hace algún tiempo se han matado un gran número de estas ballenas, no menos de 13.000 al año, en la costa del noroeste, sólo por americanos, hay consideraciones que hacen que incluso esta circunstancia tenga poco o ninguna importancia como argumento en este asunto.

Aun siendo natural una cierta incredulidad respecto a la populosidad de las más enormes criaturas del globo, ¿qué diremos, sin embargo, a Harto, el historiador de Goa, cuando nos dice que en una sola cacería el rey de Siam cobró 4.000 elefantes, y que en esas regiones los elefantes son tan numerosos como las manadas de ganado vacuno en los climas templados? Y no parece haber razón para dudar que si esos elefantes, que ya hace miles de años que fueron perseguidos, por Semíramis, Poro, Aníbal y todos los posteriores monarcas de Oriente, siguen sobreviviendo allí en grandes números, mucho más sobrevivirá la gran ballena a toda persecución, ya que tiene unos pastos en que extenderse que son exactamente el doble de grandes que toda Asia, ambas Américas, Europa, África, Nueva Holanda y todas las islas del mar reunidas.

Además: si hemos de considerar que, por la gran longevidad que se supone en las ballenas, probablemente alcanzan la edad de un siglo o más, por tanto, en cualquier momento, deben ser coetáneas varias generaciones adultas. Y de lo que es eso, podemos hacernos pronto alguna idea imaginando que todos los cementerios, camposantos y panteones familiares de la creación entregasen los cuerpos vivos de todos los hombres, mujeres y niños que vivían hace setenta y cinco años, añadiendo esta incontable hueste a la actual población humana del globo. Por tanto, para todas estas cosas, consideramos a la ballena como inmortal en cuanto especie, por más que sea perecedera en su individualidad. Nadaba por los mares antes que los continentes salieran a la superficie; nadaba antaño sobre la sede actual de las Tullerías, del castillo de Windsor y del Kremlin. En el diluvio de Noé, despreciaba el Arca de Noé, y si alguna vez el mundo ha de inundarse otra vez, como los Países Bajos, para exterminar las ratas, entonces la eterna ballena seguirá sobreviviendo, y alzándose sobre la cresta más alta de la inundación en el ecuador, lanzará a los cielos el chorro de su desafío espumeante.

Capítulo CVI


LA PIERNA DE AHAB


La manera precipitada como el capitán Ahab había abandonado el Samuel Enderby de
Londres no dejó de ir acompañada de alguna ligera violencia para su propia persona. Se posó con tal empuje sobre una bancada de la lancha, que su pierna de marfil recibió un choque que la dejó medio astillada. Y cuando, después de alcanzar su cubierta, y su propio agujero de pivote en ella, giró vehementemente para dar una orden urgente al timonel (como siempre, era algo sobre que no gobernaba con la debida inflexibilidad), entonces el marfil ya transformado recibió de nuevo tal contorsión y retorcimiento que, aunque siguió entero y, según todas las apariencias, sólido, Ahab ya no lo juzgó del todo digno de confianza.

Y, en efecto, no había mucho de que extrañarse si, con toda su loca indiferencia general, Ahab a veces concedía cuidadosa atención al hueso muerto sobre el cual se apoyaba en parte. Pues no mucho antes de que el Pequod zarpase de Nantucket, le habían encontrado una noche tendido en el suelo, sin sentido: por algún accidente desconocido, inimaginable y al parecer inexplicable, su pierna de marfil se había desplazado tan violentamente, que le había herido como empalándole y casi le había perforado la ingle, y no sin grandes dificultades se curó por completo la dolorosa herida.

Entonces no dejó de metérsele en su monomaníaca cabeza que toda la angustia del sufrimiento entonces presente era sólo el resultado directo de una desgracia anterior, y le pareció ver con sobrada claridad que, del mismo modo que el más venenoso reptil del pantano perpetúa su especie tan inevitablemente como el más dulce cantor del bosque, así del mismo modo que las felicidades, todos los acontecimientos lamentables engendran su semejanza por naturaleza. Sí, y aún más todavía, pensaba Ahab, ya que, tanto los antecesores cuanto los descendientes del dolor llegan más lejos que los antecesores y descendientes de la alegría. Pues, para no aludir a lo que se puede inferir de ciertos escritos canónicos, que, mientras ciertos gozos naturales de aquí no tendrán hijos que les nazcan para el otro mundo, sino que, al contrario, han de ser seguidos Buidos por esa esterilidad de alegrías que será toda la desesperación del infierno, en tanto que ciertas culpables miserias mortales engendrarán con fecundidad una progenie eternamente progresiva de dolores más allá de la tumba; para no aludir a esto en absoluto, parece seguir habiendo cierta desigualdad en el análisis más profundo de la cuestión. Pues, pensaba Ahab, mientras aun las más altas felicidades terrenas tienen siempre una cierta mezquindad insignificante acechando en ellas, y en cambio todos los dolores del corazón, en el fondo, tienen un significado místico, y, en algunos hombres, una grandeza arcangélica, del mismo modo la diligente averiguación de su ascendencia no desmiente esa deducción obvia. Rastrear las genealogías de tan altas miserias mortales nos lleva al menos hasta las primogenituras sin fuentes de los dioses; de modo que, frente a todos los alegres soles cosechadores de heno, y frente a todas las lunas de suaves címbalos y redondeadoras de las mieses, hemos de asentir a esto: que ni los propios dioses están alegres para siempre. La señal de nacimiento, imborrable y triste, en la frente del hombre, no es sino el sello de la tristeza que hay en los señaladotes.

Incautamente, se ha divulgado aquí un secreto, que quizá hubiera sido más adecuado revelarlo antes como era debido. Con otros muchos detalles referentes a Ahab, siempre siguió siendo un secreto para algunos que, durante cierto período, antes y después de zarpar el Pequod, se había escondido con hermetismo de Gran Lama; y que, durante ese intervalo había buscado refugio sin habla, por decirlo así, entre el marmóreo senado de los muertos. La razón que el capitán Peleg divulgó para este asunto no parecía en absoluto adecuada, aunque, ciertamente, en cuanto se refiere a la parte más profunda de Ahab, cualquier revelación tenía más de tiniebla significativa que de luz explanatoria. Pero, al final, todo salió fuera: o al menos, esta cuestión. Esa desgracia atroz estaba en la base de su reclusión temporal. Y no sólo esto, sino que para el disperso y cada vez más reducido grupo de gente de tierra que, por cualquier razón, poseía el privilegio de acercarse a él sin tantos impedimentos, para ese tímido círculo, la desgracia antes aludida —al permanecer, como permaneció, malhumoradamente inexplicada por Ahab—, se revistió de terrores que no dejaban de provenir hasta cierto punto de la tierra de los espíritus y los gemidos. Así que, a causa de su celo por él, todos ellos se habían conjurado a silenciar ante los demás, en lo que de ellos dependiera, su conocimiento del asunto. Y por eso ocurrió que, hasta que no transcurrió un considerable intervalo, no se difundió por la cubierta del Pequod.

Pero sea todo esto como sea; dejemos que el invisible y ambiguo sínodo del aire, y los vengativos príncipes y potestades del fuego tengan que ver o no con el terrenal Ahab: con todo, en la cuestión presente de su pierna, él tomó sencillas medidas prácticas: llamó al carpintero. Y cuando se presentó ante él dicho funcionario, le pidió que sin tardanza se pusiera a hacerle una nueva pierna, e instruyó a los oficiales para que le hicieran proveer de todas las viguetas y tablillas de marfil de mandíbula (del cachalote) que hasta entonces se habían acumulado en el viaje, para que pudiera asegurarse una cuidadosa selección del material más robusto y de grano más claro. Hecho esto, el carpintero recibió órdenes de que la pierna estuviera terminada esa noche, y que proveyera todos los accesorios, independientemente de los que pertenecían a la desacreditada pierna en uso. Además, se ordenó que se izara la forja del barco, saliendo de su temporal reposo en la sentina, y, para acelerar el asunto, se mandó al herrero que se pusiera en seguida a forjar cuantos dispositivos de hierro se pudieran necesitar.


Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap CVII, CVIII, CIX y CX - Herman Melville"

No hay comentarios:

Publicar un comentario