Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

miércoles, 15 de mayo de 2013

El Libro de la Selva - Cuento VII - Rudyard Kipling



 


El "Ankus" del Rey


Ankus: aguijada, aijada

Jacala: cocodrilo

Thuu: tocón podrido

Cuatro insaciables cosas tiene el mundo,
la boca de Jacala es lo primero
el buche del milano, lo segundo,
las manos de los monos, lo tercero
 y, como nunca logra verse harto,
el ojo humano siempre fue lo cuarto.

Adagio de la selva

Kaa, la enorme serpiente pitón de la Peña había mudado su piel quizás por ducentésima vez desde su nacimiento, y Mowgli, que nunca olvidó que le debía la vida a Kaa por aquella noche en que ella trabajó tanto en las moradas frías -como acaso recordarán ustedes-, fue a felicitarla. La muda de la piel siempre hace que una serpiente se sienta irritable y deprimida, lo que dura hasta que la piel nueva empieza a mostrarse hermosa y brillante. Ya no volvió Kaa a burlarse de Mowgli, sino que lo aceptó, como lo hacían los demás pueblos de la selva, como amo y señor de ésta, y le traía cuantas noticias podía naturalmente escuchar una serpiente pitón de su tamaño. Lo que Kaa no sabía acerca de la selva media, como la llamaban -la vida que se desliza por encima o por debajo de la tierra entre piedras, madrigueras y troncos de árbol-, podría ser escrito en la más pequeña de sus escamas.

Aquella tarde Mowgli estaba sentado en el círculo que formaban los grandes repliegues del cuerpo de Kaa, manoseando la escamosa y rota piel vieja que estaba entre las rocas formando eses y enroscada, tal como Kaa la había dejado. Kaa, con mucha cortesía, se había hecho un ovillo bajo los anchos y desnudos hombros de Mowgli, de tal manera que el muchacho descansara en un sillón viviente.

-Es perfecta hasta las escamas de los ojos -dijo Mowgli entre dientes, jugando con la piel vieja-.
¡Qué extraño es ver uno mismo, a sus pies, la cubierta de su propia cabeza!
-Sí, pero yo no tengo pies -respondió Kaa-; y como es esta la costumbre de toda mi gente, no lo encuentro extraño. ¿No se te vuelve la piel vieja y áspera?
-Entonces, voy y me lavo, Cabeza Chata; pero es cierto: en los grandes calores he deseado poder mudar la piel sin dolor, y correr luego sin ella.
-Pues yo me lavo y además me quito la piel. ¿Qué te parece mi abrigo nuevo?

Mowgli pasó su mano sobre la labor diagonal de taracea de aquel inmenso dorso.

-La tortuga tiene la espalda más dura, pero es de colores menos alegres -dijo sentenciosamente-; la rana, mi tocaya, los tiene más alegres, pero no es tan dura. Su aspecto es muy hermoso.., como las manchas que hay en el interior de los lirios.
-Necesita agua. Una nueva piel nunca adquiere su verdadero color antes del primer baño. Vamos a bañarnos.
-Yo te llevaré -dijo Mowgli; se agachó, riendo, para levantar por el centro el enorme cuerpo, precisamente por donde era más grueso. Un hombre hubiera podido de igual manera intentar levantar un largo y ancho tubo de los drenajes; Kaa permaneció tendida muy quieta, soplando tranquilamente, muy regocijada. Empezó entonces el acostumbrado juego de todas las tardes (el muchacho con todo su vigor que era mucho, y la serpiente pitón con su magnífica piel nueva, uno frente al otro para luchar).., juego para ejercitar tanto el ojo como las fuerzas. Por supuesto, Kaa hubiera podido pulverizar a una docena de Mowglis si hubiese querido; pero jugaba con mucho cuidado y nunca empleaba ni la décima parte de su fuerza. En cuanto a Mowgli, tenía suficiente para resistir la rudeza de aquel juego. Kaa se lo había enseñado, y con ello ganaron sus miembros en elasticidad mejor que con cualquier otra cosa.

Algunas veces, Mowgli permanecía de pie, envuelto casi hasta el cuello por los movedizos anillos de Kaa, y se esforzaba en sacar un brazo y cogerla por la garganta. Entonces Kaa se deslizaba suavemente, y Mowgli, con sus dos pies de movilidad extrema, intentaba detener todo movimiento de la enorme cola que retrocedía buscando una roca o el pie de un árbol. Balanceábanse también, cabeza con cabeza, cada uno esperando un momento para atacar, hasta que el hermoso grupo, parecido a una estatua, se deshacía en torbellinos de negros y amarillentos anillos y en piernas y brazos que luchaban una y otra vez por levantarse.

-¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! -decía Kaa, dirigiendo fintas con su cabeza, que ni siquiera la rapidísima mano de Mowgli lograba desviar-. ¡Mira! ¡Ahora te toco aquí, hermanito! ¡Y aquí, y aquí! ¿Tienes las manos entumecidas? ¡Te toqué de nuevo!

Terminaba siempre del mismo modo el juego: Con un golpe en línea recta, de la cabeza de Kaa, que echaba a rodar al muchacho por el suelo. Mowgli nunca pudo aprender el modo de ponerse en guardia contra aquella estocada rápida como el rayo, y, como Kaa decía, era completamente inútil que lo intentara.

-¡Buena caza! -gruñó por último Kaa; y Mowgli, como siempre, cayó disparado a cinco metros de distancia, sin aliento y riéndose. Se levantó con las manos llenas de hierba y siguió a Kaa hacia el bañadero preferido de la serpiente: una profunda laguna negra rodeada de rocas, a la que tornaban atractiva algunos hundidos troncos de árbol. Hundióse el muchacho en el agua, al estilo de la selva, sin ruido, y la cruzó buceando; salió a la superficie, también en silencio, y se tendió de espaldas con los brazos detrás de la cabeza, mirando levantarse a la luna sobre las rocas, y quebrando con los dedos de sus pies el reflejo de ella en el agua. La cabeza de Kaa, en forma de diamante, cortó la líquida superficie como una navaja y fue a descansar sobre el hombro de Mowgli. Quedáronse quietos, embebidos voluptuosamente en la agradable impresión del agua fría.
-¡Qué bien estamos así! -dijo finalmente Mowgli, soñoliento-. En la manada de los hombres, a esta misma hora, según recuerdo, se tienden ellos sobre pedazos de madera muy duros, en el interior de una trampa de barro, y, después de cerrar para que no entre el aire puro de fuera, se echan encima de la atontada cabeza una tela sucia, y entonan unas canciones nasales muy feas. Estamos mucho mejor en la selva.

Una cobra se deslizó rápidamente por encima de una roca, bebió, dio el grito de "¡buena suerte!", y desapareció.

-¡Ssss! -silbó Kaa como si de pronto se acordara de algo-. Así pues, ¿la selva te proporciona todo lo que siempre deseaste, hermanito?
-No todo -respondió Mowgli, riendo-; para ello sería preciso que a cada cambio de luna hubiera un nuevo y fuerte Shere Khan que matar. Ahora le podría matar con mis propias manos, sin pedirles ayuda a los búfalos. Además, he deseado a veces que el sol brille en medio de las lluvias, y que las lluvias cubran al sol en lo más ardiente del verano. Además, nunca me sentí con el estómago vacío sin desear haber matado una cabra; y nunca maté una cabra sin desear que fuese un gamo; o un gamo, sin haber deseado que fuese un nilghai. Pero esto nos ocurre a todos.
-¿No tienes ninguno otro deseo? -preguntó la enorme serpiente.
-¿Qué más puedo desear? ¡Tengo a la selva, y en ella se me considera! ¿Hay acaso algo más en cualquier parte, entre la salida y la puesta del sol?
-Pero, la cobra dijo... -empezó Kaa.
-¿Cuál cobra? La que pasó por aquí no dijo nada. Estaba cazando.
-Fue otra.
-¿Tratas mucho a los del pueblo venenoso? Yo les dejo libre el camino. Llevan a la muerte en sus dientes delanteros y eso es mala cosa... porque son muy pequeñas. Pero, ¿qué cobra es esa con quien hablaste?

Se revolvió Kaa despaciosamente en el agua, como un barco de vapor batido de través por las olas.

-Hace tres o cuatro lunas -dijo- que cacé en las moradas frías, lugar que no has olvidado. Lo que yo cazaba se escapó chillando más allá de las cisternas, hacia aquella casa, uno de cuyos lados hice pedazos por culpa tuya, y se hundió en el suelo.
-Pero la gente de las moradas frías no vive en madrigueras.

Mowgli sabía que Kaa hablaba de los monos.

-Lo que yo cazaba no vivía allí; fue allí para conservar la vida -respondió Kaa, moviendo rápidamente la lengua-. Se metió en una madriguera muy profunda. Yo la seguí, y, habiéndola matado, me dormí. Cuando desperté, me interné más.
-¿Bajo tierra?
-Así es. Me encontré allí, por último con una Capucha Blanca (una cobra blanca) que habló de cosas superiores a mis conocimientos, y que me mostró muchas cosas que yo jamás había visto antes.
-¿Caza nueva? ¿Era algo bueno para cazar? -y al decir esto, Mowgli se volvió hacia ella rápidamente.
-No eran piezas de caza, y me hubieran roto todos los dientes. Pero Capucha Blanca me dijo que cualquier hombre (y hablaba como quien conoce muy bien la especie) hubiera dado con gusto la vida nada más por ver todo aquello.
-Veremos todo eso -dijo Mowgil-. Recuerdo ahora que hubo un tiempo en que fui hombre.
-¡Calma! ¡Calma! Fue la prisa lo que mató a la serpiente amarilla que se comió al sol. Hablamos ambas bajo tierra, y hablé de ti, diciendo que eras un hombre. Dijo entonces la capucha blanca (y por cierto que es tan vieja como la selva):
"-Hace mucho que no he visto a un hombre. Que venga y que vea todas estas cosas, por la más insignificante de las cuales muchos hombres se dejarían matar."
-Eso ha de ser algún género nuevo de caza. Y sin embargo, el pueblo venenoso no nos dice dónde hay alguna pieza de que apoderarse. Son gente enemiga.
-No es ninguna pieza de caza. Es... es... no puedo decir qué es.
-Iremos allá. Nunca he visto una capucha blanca y también deseo ver las otras cosas. ¿Las mató ella?
-Son cosas muertas. Dice que es la guardiana de todas.
-¡Ah...! Como el lobo que vigila la carne que se ha llevado a su cubil. Vamos.

Nadó Mowgli hacia la orilla y se revolcó en la hierba para secarse, y ambos partieron para las moradas frías, la desierta ciudad de la cual ya habéis oído hablar. Ya no sentía entonces Mowgli el menor temor del pueblo de los monos, pero en cambio éste sentía por él vivísimo horror. Sus tribus, no obstante, corrían por la selva entonces, de manera que las moradas frías estaban vacías y silenciosas a la luz de la luna. Kaa iba guiando, y, dirigiéndose hacia las ruinas del pabellón de la reina que estaba en la terraza, se deslizó por encima de los escombros y se hundió en la casi enterrada escalera subterránea que descendía del centro del pabellón. Mowgli lanzó el grito que servía para las serpientes -"Tú y yo somos de la misma sangre"-, y siguió adelante sobre sus manos y rodillas. Así se arrastraron durante largo espacio por un pasadizo inclinado que formaba innumerables vueltas y revueltas, y por último llegaron a un lugar donde la raíz de un gran árbol, que crecía a más de nueve metros sobre sus cabezas, había arrancado una de las pesadas piedras de la pared. Se metieron por el hueco y se hallaron en una gran caverna cuyo techo abovedado también estaba roto en algunos puntos por las raíces de los árboles, de tal manera que algunos rayos de luz se filtraban en la oscuridad.

-Un cubil muy seguro -dijo Mowgli enderezándose-; pero demasiado lejos para visitarlo diariamente. Y ahora, ¿qué se puede ver aquí?
-¿No soy yo nada? -dijo una voz en medio de la caverna, y Mowgil vio algo blanco que se movía hasta que, poquito a poco se irguió ante él la más enorme cobra que jamás habían visto sus ojos...
un animal de cerca de dos metros y medio, y descolorido, de un blanco de viejo marfil, por estar siempre en la oscuridad. Inclusive las mismas marcas en forma de anteojos de su extendida capucha se habían desteñido y eran ahora de un amarillo pálido. Sus ojos eran tan rojos como rubíes y, en suma, era de lo más sorprendente.
-¡Buena suerte! -dijo Mowgli que no abandonaba nunca ni sus buenos modales ni su cuchillo.
-¿Qué noticias hay de la ciudad? -preguntó la blanca cobra sin responder al saludo-. ¿Qué me cuentas de la inmensa ciudad amurallada... la ciudad de los cien elefantes, veinte mil caballos y tantas reses que ni siquiera pueden contarse.. . la ciudad del rey de veinte reyes? Aquí me vuelvo sorda, y ya hace mucho tiempo que oí sus tantanes de guerra.
-Sobre nuestras cabezas sólo hay selva -respondió Mowgli-. De los elefantes, sólo conozco a Hathi y sus tres hijos. Bagheera mató a todos los caballos de una ciudad, y... dime, ¿qué es un rey?
-Te lo dije -explicó Kaa con suavidad a la cobra- te expliqué, hace cuatro lunas, que tu ciudad ya no existía.
-La ciudad.., la gran ciudad del bosque cuyas puertas están guardadas por las torres del rey... no puede perecer nunca. ¡La edificaron antes que el padre de mi padre saliera del huevo, y todavía durará cuando los hijos de mis hijos sean tan blancos como yo! Salomdhi, hijo de Chandrabija, hijo de Viyeja, hijo de Yegasuri, la edificó en la época de Bappa Rawal. ¿De quién es el rebaño al que pertenecen ustedes?
-Esto es como un rastro perdido -dijo Mowgli, volviéndose a Kaa-. No entiendo su lenguaje.
-Ni yo. Es muy vieja. Padre de las cobras, aquí no hay más que selva y así fue desde el principio.
-Entonces, ¿quién es éste -dijo la cobra blanca- que está sentado, sin miedo, delante de mí, que no conoce el nombre del rey, y que habla nuestro lenguaje valiéndose de labios humanos? ¿Quién es éste armado de cuchillo que usa lenguaje de serpiente?
-Mowgli me llaman -fue la respuesta-. Pertenezco a la selva. Los lobos son mi gente, y Kaa, que ves aquí, es mi hermano. Padre de las cobras, ¿quién eres tú?
-Soy el guardián del tesoro del rey. Kurrum Raja puso la piedra que está allá arriba, en los días en que mi piel era oscura, para que les enseñara lo que es la muerte a los que vinieran a robar. Luego bajaron el tesoro, levantando la piedra, y escuché el canto de los bracmanes, mis amos.
-¡Huy! -pensó Mowghi-. Ya he tenido que habérmelas con un bracman en la manada de los hombres, y... ya sé lo que sé. Aquí sucederá algo, pronto.
-Cinco veces desde que llegué aquí levantaron la piedra, pero siempre para poner aquí algo más, nunca para sacar. No hay riquezas corno éstas: son los tesoros de cien reyes. Pero ya hace mucho, muchísimo desde que levantaron la piedra por última vez y creo que ya mi ciudad se olvidó de todo esto.
-La ciudad no existe ya. Mira hacia arriba. Verás allí las raíces de los grandes árboles que separan los pedruscos. Los árboles y los hombres no crecen juntos -dijo de nuevo Kaa.
-Dos o tres veces los hombres se abrieron paso hasta este lugar -respondió salvajemente la cobra blanca-; pero nunca hablaron hasta que me arrojé encima de ellos mientras tanteaban en la oscuridad, y entonces sólo gritaron durante un breve rato. Pero ustcdes vienen con mentiras, ustedes, hombre y serpiente, y quisieran hacerme creer que la ciudad no existe y que mi misión ha terminado. Poco cambian los hombres en el transcurso de los años. ¡Pero yo no cambio jamás!

Hasta que levanten de nuevo la piedra y los bracmanes vengan cantando las canciones que conozco y me alimenten con leche caliente y me saquen de nuevo a la luz, yo... yo... yo, y nadie más, soy el guardián del tesoro del rey. ¿Dicen ustedes que la ciudad está muerta y que allí están las raíces de los árboles? Inclínense, pues, y cojan lo que gusten. No hay en la Tierra tesoros como éstos. ¡Hombre de lengua de serpiente, si puedes salir vivo por el mismo camino por el que entraste, todos los reyezuelos del país serán tus criados!

-Se embrolló de nuevo la pista -dijo fríamente Mowghi-. ¿Acaso algún chacal penetró en estas profundidades y mordió a la gran capucha blanca? Le pegó la rabia, ciertamente. Padre de las cobras, nada veo yo aquí que pueda llevarme.
-¡Por los dioses del Sol y de la Luna, el muchacho está loco de remate -silbó la cobra-. Antes que tus ojos se cierren para siempre, te haré un favor: Mira, contempla lo que no vio antes hombre alguno.
-En la selva no suele irles bien a quienes le hablan a Mowgli de favores -dijo el muchacho, entre dientes; pero la oscuridad lo cambia todo, lo sé bien. Miraré, si ello te place.

Miró con los ojos entrecerrados en torno de la caverna, y luego levantó del suelo un puñado de algo que brillaba.

-¡Oh! -exclamó-. Esto es como aquello con que juegan en la manada de los hombres; pero esto es amarillo, y aquello de color oscuro.

Dejó caer las monedas de oro, y siguió adelante. El suelo de la caverna estaba cubierto por una capa de oro y plata acuñados de un espesor de metro y medio que había salido de los cazos, al reventar éstos, que originalmente lo contenían, y, en el transcurso de los años, el oro y la plata se fueron apretando y sentando como la arena durante el reflujo. Encima, dentro y surgiendo de aquella masa, como restos de naufragio que se levantan en la arena, había enjoyados pabellones de elefantes, pabellones que asimismo estaban incrustados de plata, con planchas de oro batido y adornados de rubíes y turquesas. Veíanse palanquines y literas para transportar reinas, de bordes y correas plateados y esmaltados, las varas con cabos de jade y anillas de ámbar para las cortinas; había candelabros de oro, en cuyos brazos temblaban agujeradas esmeraldas colgantes; adornadas imágenes de olvidados dioses, de metro y medio de alto, de plata y con piedras preciosas en vez de ojos; cotas de malla con incrustaciones de oro sobre el acero y guarnecidas de aljófar, cubiertas ya de moho y ennegrecidas; había yelmos con cimeras de sartas de rubíes de color sangre de pichón; escudos de laca, de concha y de piel de rinoceronte, con tiras y tachones de oro rojo y esmeraldas en los bordes; haces de espadas, dagas y cuchillos de caza con los mangos cuajados de diamantes; vasos y recipientes de oro para los sacrificios y altares portátiles, de una forma que jamás se ve hoy en día; tazas y brazaletes de jade; incensarios, peines y recipientes para perfumes, afeites y polvos, todo en oro repujado; anillos para la nariz, brazales, diademas, anillos para los dedos y ceñidores, en número imposible de contar; cinturones de siete dedos de ancho con rubíes y diamantes encuadrados, y cajas de madera, con triples grapas de hierro, en los que las tablas se habían reducido ya a polvo, mostrando en el interior montones de zafiros orientales y comunes, ópalos, ágatas, rubíes, diamantes, esmeraldas y granates, todo sin tallar.

La cobra blanca tenía razón: no había dinero suficiente para empezar a pagar el valor de aquel tesoro, producto escogido de siglos de guerra, saqueo, comercio y tributos. Las monedas solas eran inestimable valor, sin contar las piedras preciosas; y el peso bruto del oro y la plata únicamente podría ser de doscientas o trescientas toneladas. Cada uno de los gobernantes indígenas en la India, aunque pobre, tiene hoy en día un tesoro escondido al cual siempre está añadiendo algo; y aunque alguna vez, en el espacio de muchos años, tal o cual príncipe instruido, mande cuarenta o cincuenta carretas de bueyes cargadas de plata para cambiarlas por títulos de la deuda, la mayor parte de ellos guarda su tesoro y el secreto de esto exclusivamente para sí mismo.

Pero Mowgli, naturalmente, no entendió el significado de todo aquello. Le interesaron un poco los cuchillos, pero no eran tan manejables como el suyo propio, y por tanto pronto los soltó. Por último dio con algo realmente fascinante que yacía frente a un pabellón de los que portan los elefantes, medio enterrado entre las monedas. Era un ankus de casi un metro de largo, una aguijada de las que se emplean para los elefantes, algo que parecía un bichero pequeño. Formaba su extremo superior un redondo y brillante rubí, debajo del cual se veían ocho pulgadas de astil cuajado de turquesas en bruto, puestas una al lado de la otra, lo que ofrecía segurisimo asidero. Más abajo había un cerco de jade con un dibujo de flores que lo adornaba.., pero las hojas eran esmeraldas, y los botones eran rubíes hundidos en la fría y verde piedra. El resto del mango de la vara era purísimo marfil, en tanto que la punta, el aguijón y el gancho, era de acero con incrustaciones de oro, y sus dibujos atrajeron la atención de Mowgli, pues representaban escenas de la caza del elefante; los dibujos, según vio el muchacho, tenían más o menos relación con Hathi el Silencioso.

La cobra blanca lo había estado siguiendo muy de cerca.

-¿No vale esto la pena de morir con tal de contemplarlo? -dijo-. ¿No te he hecho un gran favor?
-No comprendo -dijo Mowgli-. Estas cosas son duras y frías y de ninguna manera son buenas para comer. Pero esto -y levantó el ankus- quiero llevármelo, para poder contemplarlo a la luz del sol.
¿Dijiste que todo esto es tuyo? ¿Me quieres dar sólo esto, y yo en cambio te traeré ranas para que comas?

La cobra blanca se estremeció con malvado júbilo.

-Ciertamente te lo daré -respondió. Te daré todo lo que está aquí... hasta el momento de irte.
-Pero si me voy ahora. Este lugar es oscuro y frío, y quiero llevarme a la selva esto que tiene una punta como espina.
-¡Mira lo que está a tus pies! ¿Qué hay allí?

Mowgli recogió algo blanco y liso.

-Es el cráneo de un hombre -dijo tranquilamente-. Y aquí hay dos más.
-Vinieron para llevarse el tesoro, hace muchos años. Yo les hablé en la oscuridad y se quedaron inmóviles para siempre.
-¿Pero para qué quiero yo eso que llaman tesoro? Si me quieres dar el ankus, ya habré cazado cuanto deseo. Si no, es igual. Yo no lucho con el pueblo venenoso, y me enseñaron además la palabra mágica para los de tu tribu.
-¡Aquí no hay palabra mágica que valga, y ésa es la mía!
Kaa se lanzó hacia adelante con los ojos arrojando llamas.
-¿Quién me pidió que trajera aquí al hombre? -dijo silbando.
-Yo, ciertamente -balbució la vieja cobra-. Hacía mucho tiempo que no había visto a un hombre, y además éste conoce nuestro lenguaje.
-Pero no se habló de matar. ¿Cómo podré regresar a la selva y decir que lo conduje hacia su muerte? -replicó Kaa.
-Yo no hablo de matar sino hasta que llega la hora. Y en cuanto a irte o quedarte, allí está el agujero en la pared. ¡Calma, pues, ahora, matadora de monos! No tengo que hacer sino tocarte en el cuello, y la selva no volverá a verte nunca más. Ningún hombre entró aquí que haya salido vivo después. ¡Yo soy el guardián del tesoro de la ciudad del rey!
-¡Vaya, gusano blanco de las tinieblas, te he dicho que ya no existe ni rey ni ciudad! ¡La selva reina en torno nuestro!
-Pero aun existe el tesoro. Ahora bien podemos hacer esto: espera un poco, Kaa de las peñas, y verás correr al muchacho. Aquí hay suficiente lugar para este juego. La vida es algo bueno. ¡Corre de un lado para el otro, muchacho, y juguemos!

Mowgli, calmosamente, puso su mano sobre la cabeza de Kaa.

-Hasta ahora, esa cosa blanca no ha tratado sino con hombres que forman parte de la manada humana. A mí no me conoce -murmuró-. Ella misma pidió esta clase de caza; hay que dársela, pues.

Se había mantenido Mowgli de pie, sosteniendo el ankus con la punta hacia abajo. Arrojólo lejos de sí rápidamente, y fue aquél a caer atravesado exactamente detrás de la capucha blanca de la gran serpiente, clavándola en el suelo. Como un relámpago lanzó Kaa todo su peso sobre aquel cuerpo que se retorcía, paralizándolo hasta la cola. Los colorados ojos de su presa parecían arder, y las seis pulgadas de cabeza que quedaban libres golpeaban furiosamente de derecha a izquierda.

-¡Mátala! -dijo Kaa, al mismo tiempo que Mowgli echaba mano de su cuchillo.
-No -respondió éste al sacarlo-. Nunca mataré de nuevo, excepto por alimento. Pero, mira, Kaa.

Cogió a la serpiente enemiga por detrás de la capucha, le abrió por fuerza la boca con la hoja del cuchillo, y mostró los temibles colmillos venenosos de la mandíbula superior, ya negros y consumidos en la encía. La cobra blanca había sobrevivido a su veneno como les ocurre a las serpientes.

-Thuu (está seco) [Literalmente: tocón podrido] -dijo Mowgli. Y haciendo señas a Kaa para que se alejara, recogió el ankus y dejó a la cobra blanca en libertad.
-El tesoro del rey necesita un nuevo guardián -afirmó gravemente-. Thuu, has hecho mal. ¡Corre de un lado a otro, y juguemos, Thuu!
-¡Qué vergüenza! ¡Mátame! -silbó la cobra blanca.
-Ya se habló demasiado de matar. Ahora, nos vamos. Me llevo esta cosa de punta de espina, Thuu, porque por ella he peleado y te he vencido.
-Cuida, entonces, de que al cabo esa cosa no te mate a ti. ¡Es la muerte! ¡Acuérdate, es la muerte!
Hay en ella bastante para matar a todos los hombres de mi ciudad. No la tendrás en tu poder durante mucho tiempo, hombre de la selva, ni tampoco el que la tome de ti. ¡Por ella los hombres se matarán y matarán los unos a los otros! Mi fuerza se ha desvanecido, pero el ankus proseguirá mi tarea. ¡Es la muerte! ¡La muerte! ¡La muerte!.

Se arrastró Mowghi de nuevo por el agujero hasta el pasadizo, y lo último que vio fue cómo la cobra blanca golpeaba furiosamente con sus inofensivos colmillos las estólidas caras doradas de los dioses que yacían en tierra, silbando al mismo tiempo: "iEs la muerte!"

Se alegraron de nuevo al ver la luz del día; y, cuando ya estuvieron de regreso en su propia selva y Mowghi hizo brillar el ankus a la luz matinal, se sintió casi tan contento como si hubiera hallado un ramo de flores nuevas para adornarse el cabello.

-Esto es más brillante que los ojos de Bagheera -dijo alegremente haciendo girar el rubí-. Se lo enseñaré. Pero, ¿qué quiso dar a entender Thuu cuando habló de la muerte?
-No sé. Lo que siento hasta el extremo de mi cola es que no le hicieras probar tu cuchillo. Siempre hay algo malo en las moradas frías... sobre el suelo o debajo de él. Pero ahora tengo hambre. ¿Cazas conmigo esta mañana? -dijo Kaa.
-No; Bagheera debe ver esto. ¡Buena suerte!

Se marchó Mowgli danzando, blandiendo el gran ankus y deteniéndose de tiempo en tiempo para admirarlo, hasta que llegó a la parte de la selva donde Bagheera acostumbraba estar con preferencia, y la halló bebiendo, después de una fatigosa caza. Mowgli le contó todas sus aventuras desde el principio hasta el fin; Bagheera olfateaba el ankus de cuando en cuando.

Cuando Mowgli le narró las últimas palabras de la cobra blanca, la pantera ronroneó afirmativamente.

-Entonces, ¿dijo la cobra blanca lo que realmente es? -preguntó prontamente Mowgli.
-Nací en las jaulas del rey de Oodeypore, y estoy segura de conocer algo a los hombres. Muchos de ellos cometerían un triple asesinato en una sola noche nada más que por apropiarse esa gran piedra roja.
-Pero esa piedra tan sólo sirve para añadir peso. Mi brillante y pequeño cuchillo es mejor; y...
¡mira! La piedra roja no sirve para comer. Entonces, ¿por qué esas muertes de que hablas?
-Mowgli, vete a dormir. Has vivido entre los hombres, y...
-Me acuerdo, sí. Los hombres matan aunque no estén de caza... por ociosidad y por gusto. Despiértate, Bagheera. ¿Para qué uso destinaron esta cosa con punta de espina?

Bagheera entreabrió los ojos -pues tenía mucho sueño-, guiñando maliciosamente.

-La hicieron los hombres para meterla en la cabeza de los hijos de Hathi, de modo que corriera la sangre. Yo vi una semejante en las calles de Oodeypore, delante de nuestras jaulas. Esa cosa ha probado la sangre de muchos como Hathi.
-¿Pero por qué la meten en la cabeza de los elefantes?
-Para enseñarles la ley del hombre. No teniendo ni garras ni dientes, los hombres fabrican esas cosas... y otras peores.
-Siempre más y más sangre cuando me acerco a escudriñar, aun en las cosas que hizo la manada humana -dijo Mowgli, asqueado. Empezaba a sentirse cansado de sostener el peso del ankus-. Si hubiera sabido todo esto, no lo hubiera traído conmigo. Primero, sangre de Messua en sus ataduras; y ahora, sangre de Hathi. ¡No usaré esto! ¡Mira!

Lanzando chispas, voló el ankus por el aire, y se ciavó de punta a veinticinco metros de distancia, entre los árboles.

-Así quedan limpias mis manos de toda muerte -dijo Mowgli, frotándoselas en la fresca y húmeda tierra-. Thuu dijo que la muerte seguiría mis pasos. Es vieja y blanca, y está loca.
-Blanca o negra, muerte o vida, yo me voy a dormir, herrnanito. No puedo andar cazando toda la noche y aullando todo el día, como hacen algunas personas.

Se dirigió Bagheera a un cubil que conocía y que usaba al ir de caza, a dos millas de distancia.
Mowgli se encaramó en un árbol que le pareció apropiado, anudó tres o cuatro enredaderas, y en menor tiempo del que se emplea en decirlo, se balanceaba en una hamaca, a quince metros del suelo. Aunque no le molestara en realidad la fuerte luz del día, Mowgli seguía la costumbre de sus amigos, usándola lo menos posible. Al despertarse en medio del coro de las chillonas voces de los habitantes de los árboles, era ya de nuevo la hora del crepúsculo, y había soñado con las hermosas piedrecillas que había tirado.

-A lo menos, veré aquello una vez más -díjose; y se deslizó hasta el suelo por una enredadera.
Bagheera estaba delante de él. En la relativa oscuridad, Mowgli podía oírla olfatear.
-¿Dónde está la cosa que tiene punta de espina? -exclamó Mowgli.
-Un hombre se apoderó de ella. Aquí está el rastro.
-Ahora veremos si dijo la verdad Thuu. Si esa cosa puntiaguda es la muerte, ese hombre morirá.
Sigámoslo.
-Mata primero -respondió Bagheera-. Con el estómago vacío, no hay ojo agudo. Los hombres andan muy despacio y la selva está lo suficientemente húmeda para conservar cualquier huella.

Mataron lo más pronto que pudieron, pero transcurrieron casi tres horas hasta que comieron y bebieron y se prepararon para seguir la pista. Ya sabe el pueblo de la selva que nada compensa el daño causado por la precipitación de las comidas.

-¿Crees que la cosa puntiaguda se revolverá en las mismas manos del hombre, y matará a éste? -
preguntó Mowgli-. La Thuu dijo que era la muerte.
-Lo veremos al llegar -fue la respuesta de Bagheera, la cual siguió al trote con la cabeza gacha-.
Sólo hay un pie (quería decir que no había más que un hombre); el peso de la cosa le hizo apretar fuerte el talón en el suelo.
-Así es; está claro como un relámpago de verano -confirmó Mowgli.
Ambos tomaron el cortado y rápido trote con que se sigue un rastro, ya metiéndose en trozos de tierra iluminados por la luna, ya saliendo, y siempre detrás de las huellas de aquellos pies desnudos.
-Ahora corre muy aprisa dijo Mowgli-. Están muy separadas las señales de los dedos.
Pisaban sobre una tierra húmeda.
-Ahora, ¿por qué tuerce hacia un lado?
-¡Espera! dijo Bagheera, y se lanzó de frente con un salto magnífico, tan lejos como pudo.

Lo primero que debe uno hacer cuando una pista deja de ser clara, es seguir adelante, no dejando en el suelo las propias huellas, pues acabarían por embrollarlo todo. Se volvió Bagheera en cuanto tocó tierra y le gritó a Mowgli:

-Aquí hay otra huella que viene a encontrarse con la primera. Es de un pie más pequeño; los dedos de los pies se vuelven hacia adentro.

Corrió Mowgli y miró también.

-El pie de un cazador gondo -dijo-. ¡Mira! Aquí arrastró el arco sobre la hierba; por eso torció a un lado tan rápidamente el primer rastro. Pie grande quiso esconderse de pie pequeño.
-Es cierto -respondió Bagheera-. Ahora, para no confundir las señales cruzando el rastro del uno con el del otro, sigamos cada quien el suyo. Yo soy pie grande, hermanito, y tú eres pie pequeño, el gondo.

Bagheera saltó hacia atrás para tomar el primer rastro y dejó a Mowgli agachado curiosamente sobre las estrechas huellas del salvaje habitante de los bosques.

-Ahora dijo Bagheera, siguiendo paso a paso la cadena de huellas-, yo, pie grande, tuerzo aquí.
Luego, me escondo detrás de una roca y permanezco quieto sin atreverme a levantar ni un pie. Di cómo es tu rastro, hermanito.
-Ahora, yo, pie pequeño, llego a la roca -dijo Mowgli, siguiendo su pista-. Ahora me siento debajo de ella, apoyándome en mi mano derecha, con el arco entre los dedos de los pies. Espero largo rato, porque mis huellas son aquí profundas.
-Lo mismo ocurre conmigo -observó Bagheera, escondida detrás de la roca-; espero, descansando en una piedra el extremo de la cosa que llevo y que tiene punta de espina. Resbala: aquí está la huella sobre la piedra. Ahora, di tú tu pista, hermanito.
-Aquí se ven rotas, una, dos ramillas y una rama grande -dijo Mowgli en voz baja-. Ahora, ¿cómo explicaré esto? ¡Ah! ¡Está claro! Yo, pie pequeño, me marcho, haciendo ruido y pisando fuerte, para que pie grande pueda oírme.

Se apartó de la roca paso a paso, entre los árboles, elevando la voz, desde lejos, conforme se acercaba a una cascada pequeña.

-Me voy.., muy lejos.., hasta donde.., el ruido.. . de la cascada... apaga... mi propio... ruido; y aquí.., espero... Ahora dime tú tu pista, Bagheera, pie grande.

La pantera había atisbado en todas direcciones para ver cómo se apartaba el rastro de pie grande, de la roca. Entonces gritó:

-Salgo de detrás de la roca sobre mis rodillas, arrastrando la cosa que tiene punta de espina. Como no veo a nadie, echo a correr. Yo, pie grande, corro velozmente. Está claro el rastro. Sigamos cada uno el suyo. ¡Voy corriendo!

Siguió Bagheera la pista claramente marcada; entre tanto, Mowgli hizo lo mismo siguiendo los pasos del gondo. Durante unos momentos se hizo silencio en la selva.

-¿Dónde estás, pie pequeño? -gritó Bagheera.

La voz de Mowgli le respondió a cuarenta metros de distancia, hacia la derecha.

-¡Huy! -exclamó la pantera, con una tos profunda-. Los dos corren lado a lado, acercándose cada vez más.

Continuó la carrera durante un rato, manteniéndose los dos casi a la misma distancia, hasta que Mowgli, cuya cabeza no quedaba tan cerca del suelo como la de Bagheera, exclamó:

-¡Se encontraron! Fue buena la caza... ¡Mira! Aquí se paró pie pequeño con una rodilla puesta sobre la roca... Más allá está realmente pie grande.

Frente a ellos, a unos nueve metros, tendido sobre un montón de rocas desmenuzadas, yacía el cuerpo de un aldeano de la comarca, atravesados pecho y espalda por un largo dardo de plumas cortas, como los que usan los gondos.

-¿Está la Thuu tan vieja y tan loca como tú decías, hermanito? -dijo Bagheera suavemente-. Ya encontramos a lo menos un muerto.
-Sigue adelante. ¿Pero dónde está la cosa que bebe la sangre de los elefantes... la espina del ojo colorado?
-La tiene en su poder pie pequeño... quizás. De nuevo ya no se ve sino un solo pie.

El rastro único de un hombre muy ligero que había corrido a gran velocidad llevando un peso sobre su hombro izquierdo, seguía en torno de una larga y baja tira de hierba seca que tenía forma de espuela; en ella cada pisada parecía, a los penetrantes ojos de quienes seguían la pista, como marcada con hierro al rojo.

Ninguno habló hasta que la huella los condujo a un lugar donde se veían cenizas de una hoguera, en el fondo de un barranco.

-¡Otra vez! -exclamó Bagheera, deteniéndose de pronto, corno petrificada.

Ahí yacía el cuerpo pequeño y apergaminado de un gondo, con los pies en las cenizas. Al verlo, levantó Bagheera los ojos hacia Mowgli, como si lo interrogara.

-Le causaron la muerte con un bambú -dijo el muchacho, luego de lanzar una ojeada-. Yo también lo usé para ir con los búfalos, cuando servía en la manada de los hombres. El padre de las cobras -
y siento haberme burlado de él-, conocía muy bien la raza, como debería haberla conocido yo. ¿No dije que los hombres mataban por ociosidad?
-A la verdad, mataron, y por culpa de esas piedras rojas y azules -respondió Bagheera-. Recuerda: yo estuve en las jaulas del rey de Oodeypore.
-Uno, dos, tres, cuatro rastros -dijo Mowgli agachándose sobre las cenizas-. Cuatro huellas de hombres con los pies calzados. No corren éstos tan rápidamente como los gondos. ¿Pero, qué daño les había hecho ese hombrecillo de las selvas? Mira, los cinco charlaron juntos, de pie, antes que lo mataran. Regresemos, Bagheera. Mi estómago está lleno, y, sin embargo, lo siento moverse; sube y baja como nido de oropéndola en la punta de una rama.
-¡No es cazar como se debe, el dejar en pie una pieza! ¡Sigue! -dijo la pantera-. No fueron lejos esos ocho pies calzados.

No dijeron nada más durante una hora, en tanto que seguían el ancho rastro dejado por los cuatro hombres.

Ya era de día y el sol calentaba, y Bagheera dijo:

-Percibo olor de humo.
-Siempre los hombres están más dispuestos a comer que a correr -respondió Mowgli, corriendo por entre los arbustos bajos de la nueva selva que exploraban. Bagheera, un poco a su izquierda, hacía un indescriptible ruido con la garganta.
-Aquí está uno que ya no comerá más dijo aquél.

Un montón de ropas de vivos colores veíase bajo un arbusto, y alrededor había un poco de harina esparcida.

-También esto lo hicieron con un bambú -observó Mowgli-. ¡Mira! Ese polvo blanco es lo que comen los hombres. Le han quitado su presa -él llevaba los comestibles de todos-, y lo convirtieron en presa de Chil, el milano.
-Éste es el tercer muerto dijo Bagheera.
-Le llevaré ranas gordas al padre de las cobras, para engordarla -pensó Mowgli-. Eso que bebe la sangre de los elefantes, es la muerte misma... ¡ Pero aún no comprendo!..
-¡Sigue! -ordenó Bagheera.

Aún no habían caminado un cuarto de legua, cuando oyeron a Ko, el cuervo, que entonaba la canción de la muerte en la punta de un tamarisco, a cuya sombra yacían los cadáveres de tres hombres. Un fuego medio apagado se veía en el centro del círculo; sobre el fuego había un plato de hierro con una torta negra y quemada hecha de pan ázimo. Junto al fuego, brillando a la luz del sol, estaba el ankus de los rubíes y turquesas.

-Esa cosa trabaja muy aprisa; todo termina aquí -comentó Bagheera-. ¿Cómo murieron éstos, Mowgli? No tienen señales visibles.

Por medio de la experiencia, un habitante de la selva llega a aprender tanto como lo que saben muchos médicos sobre las propiedades de ciertas plantas y frutos venenosos. Mowgli olió el humo que se levantaba de la hoguera, partió un trozo del ennegrecido pan, lo probó y luego lo escupió.

-La manzana de la muerte -respondió-. El primero debió mezclarla en la comida para éstos, los cuales lo mataron a él, después de haber matado al gondo.
-¡Ciertamente ha sido buena la cacería! Las muertes se siguen muy de cerca -dijo Bagheera.

"La manzana de la muerte" es lo que en la selva se llama manzana espinosa o datura, el veneno más activo de toda la India.

-¿Y ahora? -preguntó la pantera-. ¿Debemos matarnos uno al otro por ese asesino del ojo rojo?
-¿Puede hablar? -dijo Mowgli en voz baja como un susurro-. ¿Lo ofendí al lanzarlo lejos de mí? No puede causarnos daño a nosotros dos, porque no deseamos lo que desean los hombres. Si lo dejamos aquí, de seguro seguirá matándolos uno tras otro, con la prisa con que caen las nueces al soplo del huracán. No siento cariño por los hombres; pero aun así, no me gusta ver que mueran seis en una sola noche.
-¿Qué importa? Sólo son hombres. Se mataron el uno al otro, y quedaron tan satisfechos dijo Bagheera-. El primero, el hombrecillo de las selvas, cazaba bien.
-No son más que cachorros, a pesar de todo; y un cachorro sería capaz de ahogarse sólo por darle un mordisco a la luz de la luna que se refleja en el agua. La culpa es mía -prosiguió Mowgli, que hablaba como si lo supiera todo de todas las cosas-. Jamás traeré de nuevo a la selva cosas extrañas.. . aunque fueran tan hermosas como las flores. Esto -y al hablar manejaba cautelosamente el ankus- le será devuelto al padre de las cobras. Pero antes debemos dormir, y no podemos dormir junto a durmientes como ésos. También hay que enterrarlo a él, para que no se escape y mate a otros seis. Cava un hoyo bajo ese árbol.
-Pero, hermanito dijo Bagheeva dirigiéndose al lugar que se le indicaba-, la culpa no la tiene ese bebedor de sangre. El mal proviene de los hombres.
-Es lo mismo -respondió Mowgli-. Que el hoyo esté muy hondo. Cuando despertemos, cogeré eso e iré a devolverlo.


Dos noches después, en tanto que la cobra blanca se encontraba en la oscuridad de la caverna, desolada, solitaria y avergonzada, el ankus de las turquesas pasó dando vueltas por el agujero de la pared y fue a clavarse con estrépito en el suelo cubierto de monedas de oro.

-Padre de las cobras -dijo Mowgli (había tenido buen cuidado de quedarse al otro lado de la pared)-, busca entre las de tu raza a alguien más joven y más a propósito para que te ayude a guardar el tesoro del rey, para que ningún otro hombre salga de aqui vivo.
-¡Ah! ¡Ah! ¡Conque vuelve eso!... Te dije que esa cosa era la muerte. ¿Cómo es que tú estás aún vivo? -murmuró la vieja cobra, enroscándose amorosamente en el mango del ankus.
-¡Por el toro que me rescató, te aseguro que lo ignoro! Esa cosa mató seis veces en una sola noche. No la dejes salir jamás de aquí.

La Canción del Pequeño Cazador

Antes que Mor, el pavo real, bata sus alas,
antes que el pueblo de los monos grite,
antes que Chil, el milano, se arroje hendiendo
el inmenso y adormido espacio;
al través de la Selva vuela un susurro,
y una sombra, suavemente, huye.

¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!
Una sombra que vigila deslizase por los claros del bosque,
poco a poco, y a ratos se para. El murmullo, entonces,
blando y lento se extiende;
se extiende, y sudores de angustia
bañan, entonces, nuestra frente.

¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!
Antes que la luna escale la montaña,
antes que las rocas se adornen con festón de luz;
cuando los hondos y húmedos senderos están sombríos,
llega a tu espalda, cazador, un soplo
que vuela al través de la noche...

¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!
¡Arrodíllate y prepara bien el arco!
¡Lanza ya la flecha penetrante!
Tu lanza hunde en la tiniebla;
hazlo, aunque muda de ti se burle.

Pero tus manos débiles y flojas están,
y aun de tu rostro huyó la sangre...
¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!
Cuando la tempestad corre por el aire,
y el pino herido cae en los montes;
cuando la lluvia que nos azota el rostro
y nuestros ojos ciega, desciende de los cielos,
al través de todo el estruendo, más potente
que ninguna otra, una voz ruge...

¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!
Los cauces llenos están hasta desbordar;
las peñas desprendidas se derrumban;
en las plantas, a la luz del relámpago,
hasta el último nervio de las hojas puede verse;
pero seca y cerrada está tu garganta,
y tu corazón en el costado golpea con fuerza...
¡Porque ahora sabes, ¡oh cazador!, lo que es el miedo!...


Continúa leyendo esta historia en "El Libro de la Selva - Cuento VIII - Rudyard Kipling"

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