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jueves, 19 de noviembre de 2015

El diamante del Rajá - Robert Louis Stevenson - Parte 2: Historia del joven eclesiástico

Viene de: El diamante del Rajá - Robert Louis Stevenson - Parte 1: La historia de la sombrerera




Historia del joven eclesiástico

El reverendo señor Simon Rolles se había destacado en ciencias morales y había realizado estudios avanzados de teología. Su ensayo Doctrina de los deberes morales le valió, en el momento de publicarse, cierta celebridad en la universidad de Oxford, y en círculos religiosos y eruditos se decía que preparaba ahora una obra considerable -un infolio, decían algunos- sobre la autoridad de los Padres de la Iglesia. No obstante, los méritos y los proyectos tan codiciosos del joven señor Rolles no habían bastado para conseguirle un puesto, y todavía se hallaba a la espera del primer nombramiento, cuando una tarde, mientras paseaba al azar por ese barrio de Londres, el aspecto tranquilo y bien cuidado del jardín, sus deseos de soledad y estudio, y el bajo precio del alquiler, le decidieron a hospedarse en casa del señor Raeburn, el jardinero de Stockdove Lane. Una vez que había empleado siete u ocho horas del día a San Ambrosio o San Crisóstomo, el señor Rolles acostumbraba pasear un rato entre los rosales. Esos momentos solían ser los más productivos de la jornada. Sucede, sin embargo, que unas sinceras ganas de reflexión, y el interés por los más elevados problemas intelectuales, no siempre son suficientes para proteger al filósofo de los pequeños choques y contactos del mundo. De este modo, cuando el señor Rolles se cruzó con el secretario del señor Vandeleur, ensangrentado y con las ropas destrozadas, en compañía del dueño de casa; cuando se dio cuenta de que ambos palidecían y evitaban sus preguntas; y, sobre todo, cuando el primero de ellos negó su identidad con el mayor énfasis, la simple curiosidad acabó por predominar sobre los Santos y los Padres de la Iglesia.

«No, no me equivoco -se decía el señor Rolles-. Ese muchacho es indudablemente el señor Hartley. ¿Cómo es que se encuentra en este apuro? ¿Por qué me niega su nombre? ¿Y qué tiene en común con el granuja siniestro del dueño?»

En ésas estaba cuando otro hecho curioso le llamó la atención. La cara del señor Raeburn apareció en una ventana baja, cerca de la puerta y, por pura casualidad, sus ojos se encontraron
con los del señor Rolles. El jardinero pareció alterado, y hasta atemorizado, y rápidamente bajó las persianas.

«Todo eso puede no tener nada de malo - pensó el señor Rolles-, absolutamente nada de malo, pero confieso que no lo creo. Ese aire de sospecha y de alarma; esas mentiras; ese miedo a ser vistos: estoy convencido de que esos dos preparan un agravio.»

El detective que todos tenemos dentro se despertó gritando en el pecho del señor Rolles quien, con paso firme y acelerado, muy distinto a su manera acostumbrada, empezó a dar una vuelta al jardín. Al llegar al lugar de la escalada de Harry, se detuvo ante el rosal destrozado y las huellas en el barro y, alzando la mirada, vio las marcas en la pared de ladrillo y un pedazo del pantalón enganchado a un casco de botella.

¡Por aquí había entrado el buen amigo del señor Raeburn! ¡De este modo era como el secretario del general Vandeleur venía a admirar las flores del jardín! El joven clérigo, silbando suavemente, se inclinó a examinar el suelo. Podía ver el sitio donde Harry había caído al dar su peligroso salto; reconoció el pie del señor Raeburn, que se había hundido profundamente cuando levantó al secretario; y aún más, observando de cerca, logró a distinguir las huellas de dedos que habían escarbado en el barro para recoger algo caído.

«Palabra de honor dijo para sus adentros-. Este asunto se pone muy interesante.»

En ese instante distinguió un objeto casi enteramente hundido en el barro y se inclinó a recoger un precioso estuche de tafilete, con adornos y un broche dorados. El señor Raeburn debía haberle pisado sin darse cuenta y luego había escapado a su búsqueda apresurada. El señor Rolles abrió el estuche y respiró profundamente, con asombro y casi con terror: ante sus ojos, dispuesto sobre el fondo de terciopelo verde, brillaba un diamante de grandes dimensiones y de primerísima agua. La piedra, del tamaño de un huevo de pato, era muy hermosa de forma, sin el menor defecto, y al recibir un rayo de sol brilló con un resplandor eléctrico, como si le ardiese en la mano con mil fuegos interiores.

Casi nada sabía el señor Rolles de piedras preciosas, pero el Diamante del Rajá era una maravilla que se explicaba a sí misma; un niño que lo encontrase en una aldea habría echado a correr dando gritos a la casa más cercana; un salvaje se habría prosternado para adorar un fetiche tan imponente. La hermosura de la gema halagaba la vista del joven religioso; la idea de su valor incalculable abrumaba su inteligencia.

Comprendió que tenía en la mano algo de mayor valor que muchos años de rentas arzobispales, que con una piedra como ésta sería posible construir catedrales más majestuosas que las de Ely o Colonia; quien la poseyera se libraría para siempre de la maldición primordial, podría seguir sus inclinaciones sin prisas ni inquietudes. Levantó el diamante, lo giró y otra vez despidió rayos fulgurantes que le atravesaron el corazón. Las decisiones más graves se toman a veces en un instante y sin intervención consciente de las partes racionales del hombre. El señor Rolles miró nerviosamente a su alrededor; como antes el señor Raeburn, no vio sino el jardín de flores lleno de sol, los árboles de altas copas frondosas, la casa con las ventanas cerradas; en un segundo cerró el estuche, se lo metió en el bolsillo y ya se dirigía hacia su estudio con la rapidez de la culpa.

El reverendo Simon Rolles había robado el Diamante del Rajá.

A primera hora de la tarde la policía llegó a la casa con Harry Hartley. El jardinero, fuera de sí de terror, no tardó en devolver su botín; se identificaron las joyas y se levantó un inventario en presencia del secretario.

El señor Rolles, por su parte, se mostró de lo más servicial, declaró sinceramente lo que sabía y lamentó no poder hacer más para ayudar a los oficiales en el cumplimiento de sus obligaciones.

-Considero que para ustedes el caso está cerrado -les dijo.
-De ningún modo -respondió el inspector de Scotland Yard, y le explicó el segundo robo de que había sido víctima Harry. Luego hizo un breve recuento de las joyas que faltaban y dio al joven eclesiástico algunos detalles sobre el Diamante del Rajá.
-Valdrá una fortuna -dijo el señor Rolles.
-Diez fortunas, veinte fortunas -respondió el oficial.
-Cuanto más alto sea su precio, más difícil será venderlo -observó agudamente Simon-. Una piedra como ésa no puede disimularse, y lo mismo daría vender la Catedral de San Pablo.
-Claro -dijo el oficial-, pero si el hombre es inteligente, la dividirá en tres o cuatro partes y aún tendrá lo bastante para hacerse rico.
-Muchas gracias -dijo el clérigo-. No sabe usted cómo me ha interesado su conversación.

El funcionario admitió que en su profesión se aprendían muchas cosas extrañas y se despidió.

El señor Rolles volvió a sus habitaciones. Le parecieron más pequeñas y frías que de costumbre; los materiales reunidos para su gran obra nunca habían tenido tan poco interés; miró su biblioteca con ojos de menosprecio, sacó uno a uno varios volúmenes de los Padres de la Iglesia y les echó un vistazo, pero en ninguno encontró lo que buscaba.

«Estos caballeros -pensó- son, no tengo duda, escritores magníficos, pero me parece que nada saben de la vida. Aquí estoy, con suficientes conocimientos como para ser obispo, y no tengo la menor idea del modo de deshacerme de un diamante robado. Un simple policía me da una sugerencia y yo, con todos mis infolios, no puedo llevarla a cabo. Esto me inspira una idea muy pobre de la formación universitaria.»

Derribó su estantería de un puntapié, se puso el sombrero y se marchó al club del cual era miembro.

En un lugar tan mundano creía poder hallar alguien de buen criterio y con gran experiencia de la vida. En primer lugar entró a la sala de lectura, donde encontró a varios clérigos de provincias y a un archidiácono; luego pasó junto a tres periodistas y un autor de metafísica superior que jugaban al billar; más tarde, a la hora de la cena, no vio sino las caras vulgares y borrosas de la gente ordinaria que llena los clubes.

Ninguno de los presentes, se dijo el señor Rolles, sabe más que yo de asuntos peligrosos; no hay uno solo que sea capaz de ayudarme.

Finalmente, cuando subió al salón de fumar, tras agotarse en las muchas escaleras, se encontró con un caballero más bien grueso, vestido con elegante sencillez. Estaba fumando un puro y leyendo la Fortnightly Review; no había en sus facciones el menor rasgo de preocupación o cansancio; algo en su aspecto invitaba a la confianza y exigía la sumisión. Cuanto más le miraba el joven eclesiástico, más se convencía de que había encontrado a alguien que podía darle un buen consejo.

-Señor -le dijo-, perdone usted mi inoportunidad, pero observo por su aspecto que es usted lo que se llama un hombre de mundo.
-Tengo, en efecto, algunos títulos para aspirar a esa distinción -dijo el desconocido, poniendo de lado su revista con una mirada de sorpresa y curiosidad.
-Yo, señor -siguió diciendo el clérigo-, soy un hombre solitario, un estudioso, vivo entre mis tinteros y mis infolios de los Padres de la Iglesia. Algo que sucedió hace poco me ha hecho ver con claridad mi locura y ahora quisiera conocer la vida. Cuando digo la vida, no me refiero a las novelas de Thackeray, sino los actos criminales y las posibilidades secretas de nuestra sociedad, y los principios de una conducta atinada en medio de hechos excepcionales. Soy un lector resignado: ¿esto puede aprenderse en los libros?
-Usted me hace una pregunta complicada - respondió el caballero-. Confieso que no tengo mucho trato con los libros, como no sea para distraerme cuando viajo en tren. Me dicen, sin embargo, que existen tratados muy precisos sobre la astronomía, el uso de los globos, la agricultura y el arte de fabricar flores de papel. Me temo, por el contrario, que sobre las regiones más ocultas de la vida no encontrará nada digno de confianza. Aunque, espere usted - añadió-: ¿ha leído a Gaboriau?

El señor Rolles reconoció que ni siquiera había oído ese nombre.

-En Gaboriau hallará unas cuantas ideas. Por lo demás, es un autor sugestivo, muy leído por el príncipe Bismarck; en el peor de los casos, perderá usted el tiempo en buena compañía. -Señor, le estoy enormemente agradecido por su gratitud -dijo el joven eclesiástico.
-Ya me ha pagado usted.
-¿Cómo? -quiso saber el señor Rolles.
-Con la novedad de sus preguntas -dijo el caballero y, con un gesto de amabilidad, como si pidiera permiso, prosiguió su análisis de la Fortnightly Review.

De regreso a su casa el señor Rolles compró un libro sobre piedras preciosas y varias novelas de Gaboriau. Leyó con gran interés las novelas hasta una hora avanzada pero, si bien encontró muchas ideas nuevas, no descubrió lo que debe hacerse con un diamante robado. Le molestaba, además, encontrar la información esparcida entre muchas historias románticas, y no expuesta con toda sobriedad, como en un manual; concluyó que, si bien el autor había pensado mucho en sus temas, carecía por completo de método didáctico. En cambio no pudo contener su admiración ante el temperamento y los muchos méritos de Lecoq.

-Ese sí que era un hombre -se dijo-. Conocía el mundo como yo las Evidencias de Paley. No había nada que no llevase a cabo con sus propias manos, a pesar de mil dificultades. ¡Cielos! -exclamó-. ¿No es ésa la lección? ¿Acaso debo aprender yo mismo a cortar diamantes?

Tuvo la impresión de que había dejado atrás, de repente, toda su vacilación. Se acordó de que conocía en Edimburgo a un joyero, un tal B. Macculloch, que le daría gustosamente la formación necesaria; unos cuantos meses, o tal vez años, de duro trabajo y tendría la habilidad para dividir el Diamante del Rajá y la astucia para venderlo con provecho. Luego podría volver tranquilamente a sus investigaciones, ser un erudito rico y elegante, admirado y respetado por todos. Acabó por dormirse y sus sueños estuvieron llenos de visiones doradas; despertó con el sol de la mañana, descansado y de buen humor.

Ese día la policía cerró la casa del señor Raeburn, lo cual dio al señor Rolles un buena excusa para trasladarse. Preparó jovialmente su equipaje, lo llevó a la estación de King's Cross, donde lo dejó en la consigna, y volvió a su club para pasar la tarde y cenar.

-Si come usted aquí, Rolles -le dijo un amigo-, tendrá usted la oportunidad de ver a dos de los hombres más destacables de Inglaterra: el príncipe Florizel de Bohemia y el viejo Jack Vandeleur.
-He oído hablar del príncipe -dijo el señor Rolles-, y hasta he sido presentado al general Vandeleur.
-El general Vandeleur es un asno -replicó el otro-. Este es su hermano John, el más grande aventurero, la mayor autoridad en piedras preciosas y uno de los diplomáticos más ingeniosos de Europa. ¿Nunca ha oído hablar de su duelo con el duque de Val d'Orge? ¿De sus heroicidades y atrocidades cuando fue dictador del Paraguay? ¿De la habilidad con que recuperó las joyas de sir Samuel Levi? ¿O de sus servicios durante la rebelión, en la India, servicios que el Gobierno aprovechó pero que no se atreve a reconocer? Me hace usted preguntarme qué es la fama, o la infamia, pues Jack Vandeleur tiene títulos prodigiosos para ambas cosas. Vaya al comedor -siguió diciendo-, solicite una mesa cerca de ellos y escuche atentamente. O mucho me equivoco o podrá oír una conversación interesante.
-Pero ¿cómo reconocerles?
-¡Reconocerles! El príncipe es el más cumplido caballero de Europa, la única persona del mundo que tiene aspecto de rey. En cuanto a Jack Vandeleur, imagínese a Ulises de setenta años, con la cara cruzada por un sablazo, y lo tendrá delante. ¡Reconocerlos, dice usted! ¡Les encontraría en medio de la multitud del Derby!

Rolles dirigió apresuradamente al comedor. Su amigo estaba en lo cierto: imposible no reconocer a los dos personajes. El viejo John Vandeleur era de una gran fortaleza y se le veía habituado a los más arduos ejercicios. No tenía el aspecto de un espadachín, ni de un marino, ni de un hombre que se pasa la vida a caballo, pero algo había de todo eso en su persona, algo que era resultado y expresión de muchos hábitos y habilidades. Sus rasgos eran firmes y aquilinas; su expresión arrogante, como de un ave de presa, todo su aspecto revelaba al hombre de acción decidido, violento, sin escrúpulos; y su abundante cabellera blanca, y el profundo sablazo que le marcaba la nariz y la sien, añadían un toque de ferocidad a una cabeza ya de por sí notable y amenazadora.

En su acompañante, el príncipe de Bohemia, el señor Rolles tuvo la sorpresa de reconocer al caballero que le había aconsejado la lectura de Gaboriau. Sin duda el príncipe Florizel, quien venía muy poco al club -del cual, como de casi todos los demás, era miembro honorario- había
estado esperando a John Vandeleur cuando Simon se dirigió a él la noche anterior.

Los demás comensales se habían retirado humildemente a las esquinas del salón, dejando a la distinguida pareja en cierto aislamiento. El joven eclesiástico, a quien no detenía ningún temor, entró decididamente y fue a sentarse en la mesa de al lado.

Efectivamente, la conversación resultó nueva para sus oídos de estudioso. El ex dictador del Paraguay contaba con experiencias en muchos lugares del mundo, y el príncipe hacía comentarios que, para un hombre de pensamiento,eran aún más interesantes que los propios hechos. Dos formas de experiencia se ofrecían juntas al señor Rolles, que no sabía a quién admirar más, si al actor temerario o al profundo conocedor de la vida; al hombre que hablaba con tanto atrevimiento de sus propias aventuras y peligros, o al hombre que, como un dios, parecía conocerlo todo y no haber sufrido nada, las formas de cada uno correspondían a sus papeles en la conversación. El dictador se permitía brutalidades en sus palabras y sus gestos; la mano abierta se cerraba en un puño para golpear la mesa, la voz sonaba fuerte y escandalosa. El príncipe, por el contrario, parecía un modelo de suave y dócil educación; el menor de sus movimientos, la más leve inflexión de su voz pesaban más que todos los gestos y pantomimas de su compañero, si relataba una de sus experiencias personales, era con tal prudencia que pasaba inadvertida entre las demás cosas que decía.

Acabaron por hablar de los recientes robos y del Diamante del Rajá.

-Ese diamante estaría mejor en el fondo del mar -observó el príncipe Florizel.
-Siendo yo un Vandeleur -respondió el dictador-, Su Alteza podrá imaginar mi discrepancia.
-Hablo por motivos de interés público - siguió diciendo Florizel-. Las joyas tan valiosas debían estar reservadas a la colección de un príncipe o al tesoro de una gran nación. Dejarlas en manos de hombres vulgares es poner precio a la cabeza de la virtud. Si el rajá de Kashgar -entiendo que es un príncipe muy culto- quería vengarse de los europeos, le hubiera sido complicado encontrar un modo más eficaz que enviarnos esa manzana de la discordia. No hay honradez lo bastante fuerte para esa prueba.

Yo mismo, que tengo muchos deberes y privilegios propios, yo mismo, señor Vandeleur, apenas si podría tocar ese cristal aturdidor y sentirme seguro. Respecto a usted, cazador de diamantes por gusto y por profesión, no creo que exista en el mundo un crimen que no estaría dispuesto a cometer, ni un amigo al que no traicionaría de buena gana; no sé si tiene familia, y si la tiene, digo que sacrificaría a sus hijos, ¿para qué? No para ser más rico, ni para disfrutar más o ser más respetado, sino tan sólo para decir que el diamante es suyo durante uno o dos años, hasta su muerte, y abrir de cuando en cuando la caja fuerte y mirarlo como se mira un cuadro.

-Es verdad -dijo Vandeleur-. He cazado muchas cosas, desde hombres y mujeres hasta mosquitos; he buceado en busca de coral; he perseguido ballenas y tigres: el diamante es la primera de las presas. Tiene hermosura y valor, es la única recompensa suficiente para el ardor de la caza. Ahora, ya lo supone Su Alteza, estoy sobre una pista; tengo gran instinto y mucha experiencia; conozco cada una de las mejores gemas de la colección de mi hermano como un pastor conoce sus ovejas; ¡que me caiga muerto si no recobro hasta la última piedra!
-Sir Thomas Vandeleur tendrá muchas razones para agradecérselo -observó el príncipe.
-No lo creo así -respondió el dictador, echándose a reír-. Uno de los Vandeleur, en todo caso. Thomas o John, Pedro o Pablo, todos somos apóstoles.
-No entiendo lo que quiere usted decir -dijo el príncipe con cierto tono de desprecio.

En ese instante el camarero vino a avisarle al señor Vandeleur que el coche de alquiler que había solicitado esperaba en la puerta.

El señor Rolles miró el reloj y se dio cuenta de que también él debía irse; la coincidencia le produjo una impresión viva y molesta, pues hubiera deseado no ver más al cazador de diamantes. Tanto estudiar había alterado un poco los nervios del joven, que acostumbraba a viajar de la manera más lujosa; en esta ocasión había hecho una reserva en el coche-cama.

-Estará usted muy cómodo -le dijo el encargado al subir al tren-. No hay nadie más en el compartimiento y sólo un caballero de edad al otro extremo. Casi era la hora de partir, y el señor Rolles estaba enseñando su billete, cuando vio al otro pasajero que subía al coche, seguido por varios mozos de estación; hubiese deseado ver a cualquier otra persona: era el viejo John Vandeleur, el ex dictador.

Los coches-cama de la línea del Norte están divididos en tres compartimientos, dos a los extremos, para los pasajeros, y uno al centro, con lavabos y otros servicios. Una puerta corrediza separa el lavabo del resto de los compartimientos, pero como no está provista de llaves ni cerrojos, todo el coche es, en la práctica, un terreno común.

El señor Rolles estudió la situación y se dio cuenta de que se hallaba desvalido. Si el dictador decidía hacerle una visita durante la noche, no le quedaba otra salida que aceptarla; no tenía ningún modo de hacerse fuerte, era tan vulnerable a un ataque como si estuviese en medio del campo. Se sintió un poco alarmado pensando en las palabras presuntuosas que oyera a su compañero de viaje en el comedor y en los actos de inmoralidad que el príncipe había aguantado con repugnancia. Recordaba haber leído en alguna parte que existen personas peculiarmente dotadas para detectar la presencia de metales preciosos. Se dice que son capaces de sentir el oro a través de las paredes, y aun a grandes distancias. Se preguntó si no podía suceder lo mismo con las piedras preciosas, y en ese caso, ¿quién podía poseer esa sensibilidad trascendental sino el hombre que se ufanaba con el título de Cazador de Diamantes?

El señor Rolles sabía que de ese hombre podía temerlo todo y deseó ardientemente que llegara cuanto antes el día siguiente. Mientras tomó todas las precauciones posibles, escondió el diamante en el bolsillo más secreto de sus ropas y se encomendó con devoción al cuidado de la Providencia.

El tren seguía su curso tan rápidamente como siempre y casi había alcanzado la mitad del camino cuando el sueño empezó a triunfar sobre la intranquilidad en el pecho del señor Rolles.

Durante un rato intentó vencer su influencia, pero sentía cada vez más sueño y, antes de que el tren pasara por York, decidió acostarse un poco y cerrar los ojos. Se durmió inmediatamente. Su último pensamiento fue para su aterrador vecino.

Despertó en la penumbra que atenuaba apenas la lamparilla de noche; por el ruido y el movimiento se dio cuenta de que el tren mantenía su velocidad. Se incorporó invadido por un gran pánico, pues le habían atormentado sueños intranquilos, tardó unos segundos en recuperar el dominio de sí mismo y, cuando volvió a acostarse, ya le fue imposible volver a dormir; se quedó despierto, con los ojos clavados en la puerta del lavabo y el cerebro poseído por una violenta agitación. Se puso el sombrero sobre la frente para escudarse de la luz y recurrió a los métodos habituales, como contar hasta mil o tratar de no pensar en nada, con que
los enfermos experimentados atraen el sueño.

Todo fue inútil: le acosaban media docena de ansiedades distintas; el viejo al otro lado del coche asumía las formas más alarmantes y, cualquiera fuese la postura que adoptara, el diamante que guardaba en el bolsillo se volvió una verdadera incomodidad física, le quemaba, era demasiado grande, le lastimaba las costillas; durante fracciones infinitesimales de segundo estuvo varias veces a punto de lanzarlo por la ventana.

En ésas estaba cuando sucedió un curioso incidente.

La puerta corrediza que daba al lavabo se movió ligeramente, luego un poco más, y por fin se abrió unas veinte pulgadas. La lámpara del lavabo había quedado encendida, y el señor Rolles pudo ver asomarse la cabeza del señor Vandeleur y distinguir en ella un gesto de profunda atención. Se dio cuenta de la mirada fija del dictador en la propia cara y el instinto de conservación le hizo contener la respiración, evitar el menor movimiento y entrecerrar los ojos, aunque seguía viendo a su visitante. Pasado un momento, la cabeza se retiró y la puerta del lavabo volvió a cerrarse.

El dictador no había venido a atacarle, sino a observar; su actitud no era la de un hombre que amenaza a otro, sino la de alguien que se siente amenazado; si el señor Rolles le tenía miedo,  parecía que él, a su vez, no las tenía todas consigo. Debía haber venido para comprobar que su compañero de viaje dormía y, una vez que se hubo asegurado, se volvió en el acto a su compartimiento.

El clérigo se levantó de un salto. Había pasado del extremo de pánico a una audacia temeraria.
Pensó que el bullicio del tren sería suficiente para ahogar todos los ruidos y decidió, sucediera lo que sucediera, devolver la visita que había recibido. Apartó a un lado la manta, que impedía sus movimientos, entró al lavabo y se detuvo a escuchar. Como había pensado, nada podía oír por encima del ruido del tren; puso la mano en la puerta y la hizo correr con cuidado unas seis pulgadas. Lo que vio hizo que no pudiera contener una exclamación de sorpresa.

John Vandeleur tenía puesta una gorra de viaje con las orejeras bajas; posiblemente, el tener los oídos tapados y el ruido del tren habían hecho que no le sintiera acercarse. Lo cierto es que no levantó la cabeza sino que, sin detenerse un instante, siguió absorto en su peculiar tarea. A sus pies había una caja de cartón; en una mano tenía la manga de su abrigo de piel de foca y en la otra un cuchillo extraordinario, con el que acababa de cortar el forro de la manga.

El señor Rolles había leído de gentes que llevan dinero en el cinturón, pero no se imaginaba cómo podían ser estos artefactos. Ahora había puesto los ojos en algo todavía más extraño, pues John Vandeleur llevaba piedras preciosas en la manga del abrigo y, desde la puerta, el joven eclesiástico vio caer uno tras otro varios diamantes relucientes en la caja. Se quedó clavado en el sitio, sin apartar la vista de la insólita escena. La mayor parte de los diamantes eran pequeños y no se distinguían entre sí por la forma ni por el brillo. De repente pareció que el dictador se encontró con una dificultad: empezó a utilizar ambas manos y pareció aumentar su concentración, pero sólo tras numerosas maniobras logró extraer de la manga una gran tiara de diamantes, que depositó en la caja con las demás joyas. La tiara fue para el señor Rolles un rayo de luz, pues la reconoció como parte del tesoro que un vago había robado a Harry Hartley en medio de la calle. No podía equivocarse; era igual que la descrita por el detective: había visto las estrellas de rubíes y la gran esmeralda al centro; los crecientes entrelazados, las dos piedras en forma de pera que colgaban a los lados y que daban un peculiar valor a la tiara de lady Vandeleur.

El señor Rolles sintió un gran alivio. El dictador estaba tan involucrado en el asunto como él; ninguno de los dos podía denunciar al otro.

La alegría hizo que se le escapara un suspiro, y como por la angustia anterior se le había cerrado
el pecho y secado la garganta, después del suspiro se puso a toser.

El señor Vandeleur levantó la vista; su rostro se contrajo en un gesto de pasión siniestro y mortal; abrió los ojos enormemente y dejó caer la mandíbula inferior con un pasmo que estaba
al borde de la ira. Cubrió instintivamente la caja con el abrigo. Durante medio minuto los dos hombres se miraron sin decir nada. No fue mucho tiempo, pero el suficiente para el señor Rolles; era de esos hombres capaces de pensar rápido en las situaciones peligrosas, y tomó al momento una decisión de lo más atrevida; comprendió que ponía su vida en el tablero, pero fue el primero en romper el silencio.

-Usted perdone -dijo.

El dictador se estremeció ligeramente y cuando pudo contestar la voz era ronca.

-¿Qué quiere usted aquí?
-Me intereso por los diamantes -respondió el señor Rolles con perfecta compostura-. Los aficionados deben conocerse. Tengo aquí una pequeñez que tal vez sirva de presentación.

Y diciendo esto sacó tranquilamente el estuche del bolsillo, mostró el Diamante del Rajá al dictador durante un instante y volvió a guardarlo.

-Fue una vez de su hermano -añadió.

John Vandeleur seguía mirándole con aire casi doloroso de estupefacción. Durante unos momentos permanecieron en silencio y sin moverse.

-He tenido el placer de observar -prosiguió el joven- que los dos tenemos piedras de la misma colección.

El dictador estaba abrumado de sorpresa.

-Mil perdones -dijo-. Empiezo a darme cuenta de que me hago viejo. No estoy de ninguna manera preparado para pequeños contratiempos como éste. Pero acláreme algo: ¿estoy equivocado, o es usted un clérigo?
-Soy, efectivamente, un eclesiástico -contestó el señor Rolles.
-¡Bueno! -exclamó el otro-. No volveré a decir mientras viva una sola palabra contra el clero.
-Me halaga usted -dijo el señor Rolles.
-Lo siento -dijo Vandeleur-. Lo siento, joven. No es usted un cobarde, pero que sea o no el último de los idiotas es algo que aún está por verse. Para comenzar, le pediré que tenga la bondad de aclararme un detalle. Debo suponer que hay alguna razón para la extraordinaria imprudencia de lo que está haciendo, y confieso mi curiosidad por conocerla.
-Muy sencillo -respondió el eclesiástico-. Todo se explica por mi poca experiencia de la vida.
-Me gustaría creerle -dijo Vandeleur.

Y el señor Rolles le relató entonces toda la historia de su relación con el Diamante del Rajá, desde el momento en que lo encontró en el jardín de Raeburn hasta que subió en Londres al expreso de Escocia. Agregó un breve esbozo de sus ideas y sentimientos durante el viaje y terminó con estas palabras:
-Al reconocer la tiara comprendí que nuestra actitud ante la sociedad era la misma, y esto me dio la esperanza, confío en que no la juzgará infundada, de que podría usted ser, en cierto sentido, mi asociado en las dificultades, y por cierto que en los beneficios, de la situación. Para alguien con sus conocimientos tan particulares, y con su gran experiencia, la negociación del diamante no será nada difícil, mientras que para mí resulta imposible. Por otro lado, pienso que si corto el diamante, probablemente sinmayor habilidad, perderé una cantidad que podría pagarle a usted por su generosa ayuda.

El asunto es delicado de abordar y quizá me ha faltado tacto. Me permito recordarle, sin embargo, que estoy en una situación nueva, en lacual no sé de qué forma comportarme. Creo, sin vanidad de mi parte, que podría haberle casado o bautizado a usted de manera muy aceptable, pero cada uno tiene sus propias aptitudes y esta clase de negociación no es de las cosas que sé hacer bien.

-No quiero halagarle -respondió Vandeleur-, pero creo que se halla usted muy bien dotado para la vida criminal. Tiene usted más aptitudes de lo que cree, y aunque yo me he encontrado con toda clase de pícaros en las distintas partes del mundo, nunca he conocido a nadie con tan poca vergüenza. ¡Alégrese usted, señor Rolles, que por fin ha dado con la profesión que le conviene! Respecto a ayudarle, me pongo por completo a su disposición. Debo ocuparme en Edimburgo de un pequeño asunto en relación con mi hermano; al día siguiente vuelvo a París, donde vivo. Si usted quiere, puede venir conmigo. Creo que antes de terminar el mes podré dar a su pequeño asunto un final satisfactorio.

En este punto, en contra de todos los cánones del corazón, nuestro autor árabe detiene la «Historia del joven eclesiástico». Lamento y condeno tales prácticas, pero debo seguir a mi original y remito al lector a la siguiente parte del relato, la «Historia de la casa de las persianas verdes», donde encontrará el desenlace de las aventuras del señor Rolles.


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