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sábado, 21 de noviembre de 2015

El diamante del Rajá - Robert Louis Stevenson - Parte 4 (Final): La aventura del príncipe Florizel y el detective

Viene de  El diamante del Rajá - Robert Louis Stevenson - Parte 3: Historia de la casa de las persianas verdes



La aventura del príncipe Florizel y el detective


El príncipe Florizel fue con el señor Rolles hasta la puerta del hotel donde éste se alojaba. Mucho hablaron mientras iban caminando, y más de una vez el clérigo se sintió conmovido hasta el alma por la mezcla de severidad y ternura de los reproches de Florizel.

-He arruinado mi vida -dijo por fin-. Ayúdeme, dígame lo que debo hacer. No tengo, ¡ay!, las virtudes de un sacerdote ni la categoría de un pícaro. Ahora que se ha humillado usted, dejo yo de dar órdenes -respondió el príncipe-. Quien se arrepiente responde sólo ante Dios y no ante los príncipes. No obstante, si quiere mi opinión, es mejor que se marche a Australia, busque un trabajo manual al aire libre y trate de olvidar que fue una vez eclesiástico, y hasta que puso los ojos en esa maldita piedra. -¡Maldita, en efecto! ¿Dónde estará ahora? ¿Qué nuevos daños estará preparando para la gente?

-No hará más daño -dijo el príncipe-. La tengo aquí, en el bolsillo. Y esto -añadió bondadosamente- le probará que, aunque es usted joven, tengo fe en su arrepentimiento.
-Permítame que le estreche la mano -le rogó el señor Rolles.
-No -dijo el príncipe Florizel-. Todavía no.

Las palabras sonaron con elocuencia en los oídos del joven eclesiástico y, cuando el príncipe le dejó en la puerta del hotel, se quedó un momento siguiendo con la mirada la figura que se alejaba e invocando la bendición del cielo sobre un hombre de tan excelente consejo. Durante varias horas el príncipe caminó en soledad por calles poco frecuentadas. Iba absorto en sus preocupaciones; no sabía qué hacer con el diamante, si devolverlo a su dueño, a quien juzgaba indigno de tan rara posesión, o tomar una medida radical y valiente, arrojándolo de una vez por todas lejos del alcance de los hombres: el problema era demasiado grave para decidirlo en un momento. La manera cómo la joya había caído en su poder era claramente providencial y, cuando la sacaba del bolsillo para mirarla a la luz de los faroles, su tamaño y su asombroso resplandor le inclinaban a considerarla cada vez más un elemento maligno y un peligro para el mundo.

«¡Dios me ayude! -se decía-. Si la sigo mirando empezaré a codiciarla yo también.»

Por último, aún indeciso, se dirigió a la mansión pequeña y elegante cercana al río que ha pertenecido durante siglos a su familia real.

Las armas de Bohemia se hallan grabadas profundamente sobre la puerta principal y en las altas chimeneas; las gentes que pasan por la calle se asoman a un patio lleno de plantas y adornado con las flores más suntuosas; una cigüeña, la única de París, pasa el día entero sobre el tejado y mantiene a un grupo de curiosos frente a la casa. Graves criados van de un lado a otro; de tiempo en tiempo se abre la puerta y un carruaje cruza el arco de la entrada y sale a la calle. Por muchas razones esta residencia era grata al corazón del príncipe Florizel, que no se acercaba nunca a ella sin sentir esa sensación de vuelta al hogar tan rara en la vida de los grandes; esa noche divisó con verdadero alivio y satisfacción el alto tejado y las ventanas tenuemente iluminadas.

Se acercaba a una pequeña puerta lateral por la cual solía entrar siempre que venía solo, cuando un hombre, que había permanecido oculto en la sombra, se cruzó en su camino y le hizo una reverencia.

-¿Tengo el honor de hablar con el príncipe Florizel de Bohemia? -le preguntó.
-Ese es mi título -contestó el príncipe-. ¿Qué quiere usted?
-Soy un detective y debo entregarle a Su Alteza esta nota del prefecto de policía.

El príncipe cogió la carta y la leyó a la luz de un farol. En ella se le pedía, con muchas disculpas, que siguiera al portador hasta la prefectura sin demora alguna.

-En suma -dijo Florizel-, estoy detenido.
-Su Alteza -dijo el funcionario-, le aseguro de que nada es ajeno a las intenciones del prefecto. Observará usted que no hay orden de detención. Se trata de una mera formalidad o, si lo prefiere, de un favor que Su Alteza hace a las autoridades.
-Y aun así, ¿si me negara a seguirle?
-No disimularé a Su Alteza que se me ha dado amplia capacidad de acción -respondió el detective, inclinándose. -¡Tanto descaro me deja perplejo! -exclamó Florizel-. Usted no es sino un agente y debo perdonarle, pero sus superiores pagarán caro estos abusos. ¿Tiene una idea de qué puede impulsar un acto tan imprudente y anticonstitucional? Observe que aún no he aceptado ni rechazado su petición: mucho depende de que me responda leal y prontamente. Permítame que le haga notar que es un asunto de cierta gravedad.
-Su Alteza-dijo el detective en tono de lo más comedido-, el general Vandeleur y su hermano han tenido la osadía increíble de acusarle de robo. Afirman que el famoso diamante está en poder de Su Alteza. Una palabra suya negándolo bastará para satisfacer al prefecto; digo más: si Su Alteza se dignase honrar a un subalterno, declarando ante mí que nada sabe del asunto, le pediré permiso para retirarme en el acto.

Florizel, hasta el último momento, pensaba en su aventura como en algo sin importancia, que sólo podía volverse seria por consideraciones internacionales. Al oír el nombre de Vandeleur supo al instante la horrible verdad: no sólo estaba detenido, sino que era culpable. Se trataba de un asunto mucho más grave que una simple molestia, su propio honor se hallaba en peligro.

¿Qué debía decir? ¿Qué hacer? El Diamante del Rajá había resultado, en efecto, una piedra maldita y, por lo visto, era la última víctima de su nefasta influencia. Una cosa era indudable: no podía dar al detective las garantías que éste le pedía. Debía ganar tiempo.

Había titubeado menos de un segundo.

-Pues bien -dijo-, marchemos juntos a la prefectura.

El hombre se inclinó una vez más y empezó a seguir a Florizel a una distancia respetuosa.

-Acérquese usted -dijo el príncipe-. Prefiero ir conversando y, si no me equivoco, no es la primera vez que nos encontramos.
-Para mí es un honor que Su Alteza recuerde mi rostro -respondió el otro-. Hace ocho años tuve el placer de entrevistarme con usted.
-Recordar los rostros es parte de mi profesión, tanto como de la suya -dijo Florizel-. Bien mirado, el príncipe y el detective sirven en el mismo ejército. Ambos luchamos contra el crimen, pero mi cargo es más lucrativo y el suyo más arriesgado; en cierto sentido, ambos pueden ser igualmente honorables para un hombre justo. Le diré, por extraño que pueda parecerle, que preferiría ser un detective honrado y capaz antes que un soberano débil e innoble.

El detective se sentía abrumado.

-Su Alteza devuelve bien por mal -dijo-. A un acto de sospecha responde con la más amable de las condescendencias.
-¿Cómo sabe usted que no trato de corromperle?-le preguntó Florizel.
-¡El cielo me proteja de esa tentación! - exclamó el detective.
-Me gusta su respuesta -le contestó el príncipe-,que es la de un hombre sagaz y honesto. El mundo es grande, lleno de tesoros y bellezas, y no hay límite a las recompensas que puedan ofrecerse. Quien rechaza un millón puede vender su honor por un imperio o el amor de una mujer; yo mismo, que le hablo, he visto ocasiones tan tentadoras, provocaciones tan irresistibles
a la fuerza de la virtud, que me he alegrado de seguir su ejemplo y de encomendarme a la gracia de Dios. Por eso, debido a esa costumbre buena y modesta, usted y yo podemos caminar
por la ciudad con los corazones limpios.
-Siempre he oído decir que es usted un hombre valiente -respondió el detective-, pero no le conocía sabio y piadoso. Dice usted la verdad, y su acento me conmueve. Este mundo es, en efecto, un lugar de prueba.
-Estamos en medio del puente -dijo Florizel-. Apóyese en el parapeto y mire hacia abajo. Como esa agua que corre, las pasiones y complicaciones de la vida arrastran a la honradez de los débiles. Permítame contarle una historia.
-Estoy a las órdenes de Su Alteza -dijo el detective.

E imitando al príncipe, se apoyó en el parapeto y se dispuso a escuchar. La ciudad dormía; salvo las infinitas luces y el contorno de los edificios contra el cielo estrellado, hubieran podido estar solos a la orilla de un río y en medio del campo. -Un general -comenzó el príncipe Florizel-, un hombre de valor y conducta intachables, que había ascendido por sus méritos a un rango eminente y ganado para sí no sólo la admiración, sino también el respeto de los demás, visitó, en mala hora para su tranquilidad de espíritu, las colecciones de un rajá de la India. En ellas vio un diamante de tamaño y belleza tan extraordinarios que, a partir de ese momento, tuvo un solo deseo en la vida: se sintió dispuesto a sacrificar el honor, el prestigio, la amistad, el amor a su país, con tal de poseer aquel trozo de cristal deslumbrante.

Durante tres años sirvió al potentado semibárbaro como Jacob sirvió a Labán; falseó fronteras, toleró asesinatos, condenó y ejecutó a un compañero de armas que había tenido la desgracia de ofender al rajá con sus honestas pretensiones de libertad; por último, en una hora de gran peligro para su patria, traicionó a sus propios hombres y permitió que fueran derrotados y muertos por millares. Al final acumuló una gran fortuna y se trajo consigo el diamante tan codiciado.

»Pasan los años y al cabo pierde el diamante por accidente -siguió diciendo el príncipe-. Cae en manos de un joven sencillo y trabajador, un erudito, un ministro de Dios que inicia una carrera provechosa y hasta distinguida. Tampoco él puede resistir su encanto: todo lo abandona, su santa vocación, sus estudios, y huye con la gema a un país extranjero. El militar tiene un hermano, un hombre astuto, atrevido e inescrupuloso, que se entera del secreto del clérigo. ¿Qué hace? ¿Se lo dice a su hermano, le denuncia a la policía? No, también es víctima del hechizo diabólico, la piedra debe ser para él. Corriendo el riesgo de mancharse con una muerte, droga al joven eclesiástico y se apodera de su presa. Y ahora, por obra de un azar que no es importante para mi enseñanza moral, la joya pasa a manos de otro que, aterrado por lo que ve, la entrega a una persona de alto rango, por encima de toda sospecha.

»El jefe militar se llama Thomas Vandeleur - continuó Florizel-. La piedra es el Diamante del Rajá. Y aquí la tiene usted -abriendo la mano de pronto- ante sus propios ojos.» El detective dio un paso atrás y lanzó un grito.

-Hemos hablado de corrupción -dijo el príncipe-. Para mí, esta joya de cristal reluciente es tan abominable como si estuviera entre los gusanos de la muerte; tan espantosa como si estuviera bruñida con sangre de inocentes. La veo brillar en mis manos y sé que resplandece con el fuego del demonio. No le he contado sino una centésima parte de su historia; la imaginación vacila ante lo ocurrido en épocas remotas, ante los crímenes y traiciones que inspiró a los hombres; durante años y años ha servido fielmente a las potencias del mal. ¡Basta, digo yo! ¡Basta de sangre, de deshonra, de vidas deshechas y amistades quebradas! Todo llega a su fin, el mal como el bien, la peste como la música más hermosa; que Dios me perdone si cometo un mal, pero el imperio del diamante termina esta noche.

Hizo un movimiento brusco con la mano y la piedra preciosa, describiendo un arco de luz, fue a perderse en el fondo del río.

-Amén -dijo Florizel gravemente-. He dado muerte al basilisco.
-¡Dios me perdone! -gritó el detective-. ¿Qué ha hecho? ¡Me arruina usted!
-Tengo la impresión -dijo el príncipe sonriendo- de que muchas personas adineradas que viven en esta ciudad podrán envidiarle su ruina.
-¡Ah! ¿Su Alteza me corrompe, después de todo?
-Parece que no quedaba otro remedio - respondió Florizel-. Ahora vamos a la prefectura.


Poco tiempo después se celebró, estrictamente en privado, la boda de Francis Scrymgeour y la señorita Vandeleur; el príncipe Florizel fue el padrino del novio. Los hermanos Vandeleur oyeron rumores de lo sucedido con el diamante, y las grandes operaciones de sondeo organizadas en el Sena para admiración y entretenimiento de ociosos. Cierto es que, por un error de cálculo, han elegido el otro brazo del río. En cuanto al príncipe, persona sublime, ha terminado su papel y, junto con el autor árabe, puede ir a perderse dando vueltas y vueltas en el espacio. Si el lector insiste en recibir informaciones más concretas, tengo el gusto de decirle que no hace mucho una revolución le arrojó del trono de Bohemia, como resultado de sus constantes ausencias y de su magnífico descuido de los asuntos públicos, y que Su Alteza ha abierto una tabaquería en Rupert Street, muy frecuentada por otros refugiados extranjeros. Yo mismo voy de cuando en cuando a fumarme un cigarro, y me parece que Florizel es aún tan grande como en sus días de prosperidad; mantiene detrás del mostrador un aire majestuoso; y aunque la vida sedentaria empieza a hacer efecto en el ancho de sus chalecos, es probablemente el más apuesto estanquero de Londres.

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