Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

sábado, 6 de agosto de 2016

Cuentos del planeta Tierra - Arthur C. Clarke - El hombre que cribaba el mar



EL HOMBRE QUE CRIBABA EL MAR

Como Los próximos inquilinos, esta narración la escribí expresamente para Cuentos de la taberna del Ciervo Blanco y en la misma época y el mismo lugar (Miami, 1954), cuando todavía estaba bajo la influencia de mi primer contacto con el mundo de los arrecifes de coral. Más tarde, aquel mismo año, partiría para el más imponente de todos: El Great Barrier Reef, en Australia.
Quisiera dedicar este cuento a mis viejos amigos de Florida, y en especial a la familia de mi anfitrión, submarinista con escafandra autónoma, el difunto doctor George Grisinger.
A pesar del tiempo transcurrido, muchos de los temas de este relato son increíblemente actuales; hace pocos años me sorprendió leer en un periódico científico la descripción de un aparato transportado en barco... para extraer uranio del agua del mar. Envié una copia del cuento a los inventores y me disculpé por haber usurpado su patente.
Este cuento debería leerse en relación con En mares de oro, que trata del mismo tema. Pero ha habido una hazaña ulterior: el descubrimiento de las chimeneas geotérmicas en mitad del océano, donde brota del fondo del mar agua sobrecalentada y cargada de minerales. Este es el sitio donde hay que buscar metales valiosos, no en el océano abierto.
Hay oro en aquellas chimeneas...

Las aventuras de Harry Purvis tienen una especie de lógica loca que convence por su propia inverosimilitud. Al surgir estas complicadas pero bien ensambladas historias, uno se pierde en una especie de perplejo asombro. Seguramente, dirán ustedes, nadie tendría la caradura de inventar todo eso: tales absurdos sólo ocurren en la vida real, no en las obras de ficción. Y así se desarman las críticas o al menos se mitigan hasta que Drew grita «¡Por favor, caballeros, es la hora!», y nos lanza al frío y duro mundo.

Consideren, por ejemplo, la inverosímil cadena de sucesos que envolvieron a Harry en la siguiente aventura. Si hubiese querido inventar todo el asunto, sin duda habría podido hacerlo con mucha más sencillez. Desde el punto de vista artístico, no había la menor necesidad de empezar en Boston para concertar una cita frente a la costa de Florida...

Al parecer, ha pasado mucho tiempo en Estados Unidos donde tiene tantos amigos como en Inglaterra. A veces los trae al «Ciervo Blanco» y a veces ellos se marchan por sus propios medios. Sin embargo, a menudo sucumben a la ilusión de que la cerveza tibia es también inocua. (Soy injusto con Drew: su cerveza no es tibia, y si insisten ustedes, les dará, sin cobrarles ninguna cantidad extra, un cubito de hielo tan grande como un sello de correos.)

Como ya he indicado, esta saga particular de Harry empezó en Boston, Massachusetts. Estaba como invitado en la casa de un famoso abogado de Nueva Inglaterra cuando una mañana su anfitrión le dijo con el tono despreocupado que suelen emplear los americanos:

—Vayamos a mi casa de Florida. Tengo ganas de tomar un poco el sol.
—Muy bien —contestó Harry, que nunca había estado en Florida.

Treinta minutos más tarde se encontró, para su gran sorpresa, viajando hacia el sur en un Jaguar sedán rojo a toda velocidad.

El viaje en sí fue épico y digno de una narración completa. Desde Boston hasta Miami hay nada menos que 2.508 kilómetros, una cifra que según Harry ha quedado grabada para siempre en su corazón. Cubrieron la distancia en treinta horas, acompañados con frecuencia del sonido decreciente de sirenas de los coches de la policía que se iban quedando atrás. De vez en cuando, consideraciones tácticas les inducían a realizar maniobras evasivas y desviarse por carreteras secundarias. La radio del Jaguar estaba sintonizada con todas las frecuencias de la policía, de manera que siempre estaban sobre aviso si pretendían interceptarlos. En un par de ocasiones llegaron con el tiempo justo a la frontera de un Estado, y Harry no pudo dejar de preguntarse qué habrían pensado los clientes de su anfitrión si hubiesen conocido la fuerza del impulso psicológico que lo apartaba de ellos. También se preguntó si llegaría a ver Florida o si continuarían a esta velocidad por la US 1 hasta que fuesen a parar al mar en Cayo Oeste.

Por fin se detuvieron a cien kilómetros al sur de Miami, frente a los Cayos, esa larga y fina línea de islas próximas al extremo meridional de Florida. El Jaguar salió de pronto de la carretera y rodó por un tosco camino abierto en los manglares. El camino terminaba en un ancho claro de la orilla del mar, donde había un muelle, un yate de diez metros, una piscina y una moderna casa ranchera.

Era un pequeño pero magnífico refugio, y Harry calculó que debía haber costado unos cien mil dólares.

No vio gran cosa del lugar hasta el día siguiente, pues se fue directamente a la cama.

Después de lo que pareció un tiempo demasiado corto, lo despertó un ruido parecido al de una sala de calderas en plena actividad. Se duchó y vistió con movimientos torpes. 

Cuando salió de su habitación casi había recobrado su estado normal. Parecía que no había nadie en la casa, por lo que salió al exterior para observar el lugar.

Ya se había acostumbrado a no sorprenderse por nada, de manera que apenas arqueó las cejas cuando vio que su anfitrión estaba en el muelle, arreglando el timón de un pequeño submarino, evidentemente de confección casera. La pequeña embarcación tenía unos seis metros de eslora y una torreta con grandes ventanas de observación, y llevaba pintado en la proa el nombre de Pámpano.

Después de pensarlo un poco, Harry no vio que hubiera nada realmente extraño en todo aquello. Unos cinco millones de visitantes acuden todos los años a Florida, la mayoría de ellos resueltos a navegar o sumergirse en el mar. Su anfitrión era uno de esos hombres lo bastante rico como para entregarse a lo grande a su afición.

Harry miró el Pámpano durante un rato, y entonces se le ocurrió una idea inquietante.

—George —dijo—, supongo que no esperarás que yo me sumerja en esa cosa, ¿verdad?
—Claro que sí —respondió George, dando un golpe final al timón—. ¿Qué te preocupa? He ido muchísimas veces en él y es tan seguro como una casa. No nos sumergiremos a más de seis metros.
—Hay ocasiones —replicó Harry— en que dos metros de agua me parecen más que suficientes. ¿No te he hablado de mi claustrofobia? Siempre me ataca más en esta época del año.
—¡Tonterías! —exclamó George—. Te olvidarás de todo cuando estemos en el arrecife. —Se echó atrás y contempló su obra. Después prosiguió, con un suspiro de satisfacción—: Ahora parece que está perfectamente. Vamos a desayunar.

Durante los treinta minutos siguientes, Harry aprendió mucho sobre el Pámpano.

George lo había diseñado y construido él mismo, y el pequeño pero poderoso Diesel podía imprimirle una velocidad de cinco nudos cuando estaba totalmente sumergido.

Tanto los ocupantes como el motor respiraban por un esnórquel, por lo que no había que preocuparse de motores eléctricos ni de un suministro independiente de aire. La longitud del esnórquel limitaba la inmersión a ocho metros, pero esto no era un gran inconveniente en aquellas aguas poco profundas.

—Le he aplicado muchas ideas nuevas —dijo George, entusiasmado—. Por ejemplo, aquellas ventanillas; fíjate en su tamaño. Tienes una visión perfecta y son completamente seguras. Empleo el viejo principio de la escafandra autónoma para mantener el aire dentro del Pámpano a idéntica presión a la del agua en el exterior, de manera que no existe tensión sobre el casco ni las portillas.
—¿Y qué ocurre —preguntó Harry—, si te quedas pegado al fondo?
—Naturalmente, abro la puerta y salgo. Hay un par de escafandras autónomas en la cabina y un bote salvavidas con una radio impermeable: de manera que siempre podemos pedir ayuda si nos hallamos en dificultades. No temas, he pensado en todo.
—Ya es algo... —murmuró Harry.

Pero pensó que después del viaje desde Boston su vida estaba sin duda asegurada: el mar era probablemente un lugar más seguro que la US 1 con George al volante.

Aprendió bien el funcionamiento de las salidas de emergencia antes de hacerse a la mar, y se sintió bastante satisfecho al ver lo bien diseñada y construida que parecía la pequeña embarcación. El hecho de que un abogado hubiese producido semejante obra de ingeniería naval en sus ratos perdidos no le pareció nada extraordinario. Harry había descubierto hacía tiempo que muchos americanos dedicaban el mismo esfuerzo a sus aficiones que a su profesión.

Zarparon del pequeño puerto y se mantuvieron en el canal marcado hasta que se hubieron alejado de la costa. El mar estaba en calma y, a medida que se apartaban de tierra, el agua se hacía cada vez más transparente. Estaban dejando atrás el coral pulverizado que enturbiaba las aguas costeras, donde las olas roían incesantemente la costa. Al cabo de treinta minutos llegaron al arrecife, visible debajo de ellos como una especie de parche sobre el que hacían piruetas los peces multicolores. George cerró las escotillas, abrió las válvula de los depósitos de flotación y dijo alegremente: 

—¡Vamos allá!

El arrugado velo de seda se levantó y deslizó delante de la ventanilla, deformando de momento la visión... y ya no fueron extranjeros contemplando el mundo de las aguas, sino ciudadanos de aquel mundo. Estaban flotando sobre un valle alfombrado de arena blanca rodeado de pequeñas colinas de coral. El valle en sí estaba desierto, pero las colinas a su alrededor rebosaban de vida, con cosas que crecían, cosas que se arrastraban y cosas que nadaban. Peces tan deslumbrantes como rótulos de neón se movían perezosamente entre animales con aspecto de árboles. Parecía un mundo no sólo adorable sino también en paz. No había prisa, ni señales de lucha por la existencia. Harry sabía muy bien que esto era una ilusión, pero durante todo el tiempo que estuvieron sumergidos nunca vio que un pez atacase a otro. Se lo comentó a George.

—Sí, hay algo muy curioso en los peces —dijo el abogado—. Parece que tienen horas fijas para comer. Se pueden ver barracudas nadando de un lado a otro, pero si no sonado el gong, los otros peces no les hacen caso.

Una raya parecida a una fantástica mariposa negra aleteó sobre la arena manteniendo el equilibrio con la larga cola parecida a un látigo. Las sensibles antenas de un bogavante oscilaron cautelosamente en una grieta del coral, y aquellos movimientos exploradores recordaron a Harry el soldado que levantaba el gorro en la punta de un palo para engañar a los francotiradores. Había tanta vida y de tantas clases acumulada en aquel lugar que se habrían tardado años en estudiarla toda.

El Pámpano navegaba lentamente por el valle. 

—Yo salía hacer esto con escafandra autónoma —comentó George— pero un día decidí que sería mucho mejor estar sentado cómodamente y tener un motor que me impulsase. Podría estar todo el día en el mar, comer algo y utilizar las cámaras fotográficas sin tener que preocuparme si se acercaba un tiburón. Mira aquella alga ¿habías visto un azul tan brillante en tu vida? Además, podría enseñar todo esto a mis amigos y hablar al mismo tiempo con ellos. Uno de los grandes inconvenientes de los equipos ordinarios de inmersión es que uno está sordo y mudo y tiene que hablar por señas. Mira aquellos angelotes; un día voy a tender una red para pillar algunos. ¡Fíjate cómo /desaparecen cuando están de lado! Otra razón de que construyese el Pámpano fue que con él podría buscar barcos hundidos. Hay cientos de ellos en esta zona; es como un cementerio. El Santa Margarita está a sólo ochenta kilómetros de aquí, en Biscayne Bay. Naufragó en 1595 cuando llevaba siete millones de dólares en lingotes de oro. Y hay un pequeño tesoro de sesenta y cinco millones frente a Long Cay, donde naufragaron catorce galeones en 1715. El inconveniente es que la mayoría de estos buques han sido destrozados y están revestidos de coral, por lo que no se ganaría mucho aunque pudiesen ser localizados. Pero es divertido probar.

Harry había empezado a comprender la psicología de su amigo. Pensó que la suya era una de las mejores maneras de librarse de la práctica del Derecho en Nueva Inglaterra. George era un romántico reprimido, aunque bien pensado, quizá no tanto.

Navegaron felizmente durante un par de horas, manteniéndose en aguas que nunca tenían más de diez metros de profundidad. En una ocasión aterrizaron en un lecho de coral deslumbrador para comer unos bocadillos y beber unas cervezas.

—Una vez bebí cerveza de jengibre aquí abajo —comentó George—. Cuando subí, el gas que llevaba dentro se expandió y me causó una impresión muy rara. Algún día tendré que probar con champán.

Harry se estaba preguntando dónde debía tirar los envases vacíos cuando el Pámpano pareció eclipsarse al pasar una oscura sombra por encima de él. Miró por la ventanilla de observación y vio que un barco se movía lentamente a tres metros por encima de ellos.

No había peligro de colisión porque habían recogido el tubo de respiración y de momento podían respirar con el aire de que disponían. Harry no había visto nunca un barco desde abajo y añadió una nueva experiencia a las muchas de aquel día.

Se sintió contento de que, a pesar de su ignorancia en cuestiones náuticas, había advertido casi tan de prisa como George que había algo raro en el buque que pasaba por encima de ellos. En lugar de una hélice normal, la embarcación tenía un túnel a lo largo de la quilla. En el mismo instante, el Pámpano fue sacudido por una súbita corriente de agua.

—¡Arrea! —dijo George, agarrando los controles—. Parece un sistema de propulsión a chorro. Ya era hora de que alguien lo probase. Echemos un vistazo.

Levantó el periscopio y averiguó que el barco que navegaba lentamente delante de ellos era el Valency, de Nueva Orleans.

—Es un nombre curioso —señaló—. ¿Qué significa?
—Supongo —respondió Harry— que quiere decir que el dueño es químico, pero no creo que ningún químico gane dinero suficiente para comprar un barco como ése.
—Voy a seguirlo —decidió George—. Sólo lleva una velocidad de cinco nudos, y me gustaría ver cómo funciona ese cacharro.

Elevó el tubo de respiración, puso el motor en marcha e inició la persecución. Al poco rato, el Pámpano llegó a quince metros del Valency, y Harry casi se sintió como un capitán de submarino a punto de lanzar un torpedo. No podía fallar desde esta distancia.

En realidad, casi hicieron blanco. Porque el Valency se detuvo de pronto y, antes de que George se diese cuenta de lo que había pasado, se encontró al lado del barco.

—¡Ninguna señal! —se lamentó, sin mucha lógica.

Un minuto más tarde quedó claro que la maniobra no había sido accidental. Un lazo cayó exactamente sobre el esnórquel del Pámpano y quedaron atrapados. No pudieron hacer otra cosa que emerger, bastante avergonzados, y poner al mal tiempo buena cara.

Afortunadamente, sus aprehensores eran hombres razonables y aceptaron la explicación que les dieron.

Cinco minutos después de subir a bordo del Valency, George y Harry estaban sentados en el puente, mientras un camarero uniformado les servía whisky con agua y escuchaban atentamente las teorías del doctor Gilbert Romano.

Los dos estaban todavía un poco asombrados de hallarse en presencia del doctor Romano; era como estar con un Rockefeller auténtico o con un Du Pont reinante. El doctor era un fenómeno virtualmente desconocido en Europa e incluso poco frecuente en Estados Unidos: un gran científico que se había convertido en un hombre de negocios todavía más importante. Tenía más de setenta años y acababa de ser jubilado, tras una fuerte batalla, de la presidencia de la gran empresa de productos químicos que había fundado.

Harry nos dijo que era bastante divertido observar las sutiles distinciones sociales que pueden producir las diferencias de riqueza, incluso en el país más democrático. Según el patrón de Harry, George era un hombre muy rico: Sus ingresos eran de unos cien mil dólares al año. Pero el doctor Romano pertenecía a otra categoría muy superior, y por consiguiente se le tenía que tratar con una especie de respeto amistoso que nada tenía que ver con la adulación. Por su parte, el doctor mostraba una total naturalidad; nada había en él que diese la impresión de riqueza, si se olvidaban detalles tales como yates oceánicos de cincuenta metros.

El hecho de que George se tutease con la mayoría de los amigos de negocios del doctor contribuyó a romper el hielo y a confirmar sus buenas intenciones. Harry pasó media hora muy aburrida mientras negocios que habían causado sensación a medio país se comentaban en términos de qué hizo Fulano de Tal en Pittsburgh, o con quién se enfrentó Mengano de Cual en el Club de Banqueros de Houston, o cómo fue que Clyde Thingummy estuviese jugando al golf en Atlanta cuando Ike estaba allí. Era una visión  fugaz de un mundo misterioso donde unos hombres que parecían haber ido a las mismas universidades o pertenecer a los mismos clubs detentaban un poder extraordinario. Harry pronto se dio cuenta de que George no estaba simplemente haciéndole la pelota al doctor Romano porque era lo correcto. George era un abogado lo bastante astuto como para no perder la ocasión de forjar una buena amistad, y parecía haber olvidado el objetivo original de su expedición.

Harry tuvo que esperar una pausa adecuada en la conversación para suscitar el tema que realmente le interesaba. Cuando el doctor Romano se percató de que estaba hablando con otro científico, abandonó rápidamente el tema de las finanzas y fue entonces George quien se quedó al margen de la charla.

Lo que a Harry le intrigaba era por qué se interesaba un químico distinguido en la propulsión naval. Como no se andaba por las ramas, interpeló al doctor sobre este punto. 

El científico pareció un poco confuso y Harry estuvo a punto de disculparse por su curiosidad, cosa que le habría supuesto un verdadero esfuerzo. Pero antes de que pudiese hacerlo, fue el doctor Romano quien se disculpó y desapareció dentro del puente.

Volvió al cabo de cinco minutos, con una expresión bastante satisfecha en el semblante, y prosiguió como si nada hubiese ocurrido.

—Una pregunta muy natural, señor Purvis —dijo, riendo entre dientes—. A veces también yo me he hecho la misma pregunta. Pero ¿realmente espera que se la conteste?
—Bueno, digamos que tenía cierta esperanza —confesó Harry.
—Entonces voy a darle una sorpresa; en realidad, dos sorpresas: voy a responderle y voy a demostrarle que la propulsión naval no es algo que me apasione. Aquellos bultos en la quilla de mi barco que inspeccionaban ustedes con tanto interés contienen las hélices, pero también otras muchas cosas. Permitan —prosiguió el doctor Romano— que les dé unos pocos datos elementales sobre el océano. Desde aquí podemos ver unos cuantos kilómetros cuadrados. ¿Sabían que cada kilómetro cúbico de agua de mar contiene unos treinta y siete millones de toneladas de minerales?
—Francamente, yo no —respondió George—. Es una cifra impresionante.
—A mí también me impresionó mucho tiempo —dijo el doctor—. Andamos como locos buscando metales y sustancias químicas en tierra cuando todos los elementos que existen pueden encontrarse en el agua del mar. En realidad el océano es una especie de mina universal inagotable. Podemos saquear la tierra, pero nunca conseguiremos vaciar el mar.

»El hombre ya ha empezado a explotarlo como una mina. Hace años que Dow Chemicals extrae bromo del mar; cada kilómetro cúbico contiene unas setenta y cinco mil toneladas. Más recientemente, hemos empezado a conseguir algo de los dos millones de toneladas de magnesio por kilómetro cúbico. Pero la cosa sólo está empezando.

»El gran problema práctico es que la mayoría de los elementos que contiene el agua de mar se hallan en concentraciones muy bajas. Los primeros siete elementos representan, aproximadamente, un noventa y nueve por ciento del total, y el uno por ciento restante contiene todos los metales útiles, salvo el magnesio.

»Durante toda mi vida me he estado preguntando cómo podríamos sacar algo de esto. La solución se encontró durante la guerra. No sé si tienen ustedes conocimiento de las técnicas empleadas en el campo de la energía atómica para extraer de soluciones cantidades diminutas de isótopos; algunos de estos métodos están todavía en ciernes.

—¿Se refiere a las resinas de intercambio de iones? —aventuró Harry.
—Bueno, algo parecido. Mi empresa desarrolló varias de estas técnicas contratada por la Comisión de Energía Atómica, e inmediatamente me di cuenta de que podían tener aplicaciones más amplias. Hice que algunos de mis jóvenes más brillantes pusiesen manos a la obra y fabricaron lo que podríamos llamar «criba molecular». Es una denominación muy descriptiva: en cierto modo esa cosa es una criba, y podemos disponerla de modo que elija lo que queramos. Su funcionamiento se fundamenta en teorías mecánicas ondulatorias muy avanzadas, pero lo que en realidad hace es increíblemente sencillo. Podemos elegir cualquier componente del agua de mar que queramos y hacer que la criba lo separe. Con varias unidades, trabajando en serie, se puede extraer un elemento tras otro. La eficacia es muy elevada, y el consumo de energía desdeñable.
—¡Ya veo! —exclamó George—. ¡Está usted extrayendo oro del agua del mar!
—Bueno —dijo el doctor Romano, con indulgencia—, tengo cosas mejores en las que emplear mi tiempo. En todo caso, el maldito oro está por todas partes. Voy detrás de metales útiles desde su punto de vista comercial y que escasearán terriblemente en nuestra civilización dentro de un par de generaciones. De hecho no valdría la pena buscar oro, ni siquiera con mi criba. Hay sólo unos cinco kilos y medio de oro por kilómetro cúbico.
—¿Y qué me dice del uranio? —preguntó Harry—. ¿O es todavía más escaso?
—Preferiría que no me hubiese formulado esta pregunta —respondió Romano en un tono alegre que desmentía la observación—. Pero como puede informarse en cualquier biblioteca, el uranio es doscientas veces mas corriente que el oro: dos toneladas y media por kilómetro cúbico; una cantidad bastante interesante. Así que no tenemos por qué preocuparnos por el oro.
—¿Por qué? —preguntó George.
—Como le iba diciendo —prosiguió el doctor Romano—, incluso con la criba molecular nos encontramos con el problema de procesar enormes volúmenes de agua de mar. Hay muchas maneras de resolverlo; por ejemplo, se podrían construir gigantescas estaciones de bombeo. Pero siempre he sido partidario de matar dos pájaros de un tiro, y el otro día hice un pequeño cálculo que me dio un resultado sorprendente. Descubrí que cada vez que el Queen Mary cruza el Atlántico, sus hélices agitan aproximadamente medio kilómetro cúbico de agua. Dicho en otras palabras, quince millones de toneladas de minerales. O cojamos el caso que usted se atrevió a mencionar: casi una tonelada de uranio en cada travesía del Atlántico. Interesante, ¿no?

»Por esto me pareció que lo único que teníamos que hacer para crear una instalación móvil de extracción, muy útil, era montar las hélices de cualquier barco dentro de un tubo que obligaría a la corriente a pasar por una de mis cribas. Se pierde alguna fuerza de propulsión, desde luego, pero nuestra unidad experimental funciona muy bien. No podemos ir a tanta velocidad como solíamos, pero cuanto más lejos viajamos más dinero ganamos con nuestras operaciones de minería. ¿No creen que las compañías navieras encontrarían esto muy interesante? Pero desde luego esto es sólo incidental. Preveo la construcción de plantas de extracción flotantes que navegarán por los océanos hasta que llenen sus depósitos con cualquier cosa que se les pida. Cuando llegue este día, podremos dejar de destrozar la tierra y se habrá acabado nuestra escasez de minerales.

A la larga todo vuelve al mar, y cuando hayamos abierto el cofre del tesoro todo quedará eternamente solucionado.

Durante unos momentos reinó el silencio en el puente, salvo por el débil tintineo del hielo en los vasos, mientras los invitados del doctor Romano reflexionaban sobre la extraordinaria perspectiva. Entonces, Harry tuvo una súbita duda.

—Éste es uno de los inventos más importantes de los que he oído hablar en mi vida — dijo—. Por eso me parece bastante extraño que nos lo haya explicado con tanta claridad.

A fin de cuentas, para usted somos unos desconocidos, y podría sospechar que le estábamos espiando.

El viejo científico se echó a reír alegremente. 

—No se preocupe por esto, muchacho — lo tranquilizó—. Ya he comunicado con Washington y he pedido a mis amigos que tomen informes de ustedes. Harry se quedó un momento pensativo, y entonces comprendió lo sucedido. Recordó la breve ausencia del doctor Romano. Habría hecho una llamada por radio a Washington; algún senador habría comunicado con la embajada; el representante del Ministerio de Aprovisionamientos habría puesto su granito de arena, y el doctor había conseguido en cinco minutos la respuesta que le interesaba. Sí, los americanos eran muy eficientes..., bueno, los que podían permitirse el lujo de serlo.

Fue entonces cuando Harry se fijó en que ya no estaban solos. Un yate mucho más grande e imponente que el Valency se acercaba a ellos, y a los pocos minutos pudo leer su nombre: Sea Spray. Pensó que este nombre era más adecuado para unas velas hinchadas que para unos motores diesel palpitantes, pero lo cierto es que el Spray era una embarcación estupenda. No le sorprendieron las miradas de envidia no disimulada de George y del doctor Romano.

El mar estaba tan en calma que los dos yates pudieron acercarse hasta establecer contacto. Un hombre vigoroso y tostado por el sol, de unos cincuenta años, saltó a la cubierta del Valency. Se acercó al doctor Romano y le estrechó la mano con fuerza.

—Bueno, viejo zorro, ¿qué te traes entre manos? —dijo a modo de saludo.

Después miró con curiosidad a los demás. El doctor hizo las presentaciones. Por lo visto habían sido abordados por el profesor Scott McKenzie, que había estado navegando en su yate desde Cayo Largo.

«¡Esto es demasiado! —se dijo Harry—. Lo máximo que puedo soportar es un científico millonario al día.»

Pero no había escapatoria posible. Aunque a McKenzie se le veía poco en los ambientes académicos, era catedrático de Geofísica en una universidad de Texas. Pero el noventa por ciento del tiempo lo pasaba trabajando para las grandes compañías petrolíferas y dirigiendo una empresa de consulta propia. Parecía haber sacado buen provecho de sus balanzas de torsión y sus sismógrafos. En realidad, aunque era mucho más joven que el doctor Romano, aún tenía más dinero que él ya que participaba en una industria en más rápida expansión. Harry sospechó que las peculiares leyes fiscales de Texas también tendrían algo que ver en su posición económica.

Parecía demasiada coincidencia que aquellos dos magnates científicos se hubiesen encontrado por casualidad, y Harry tuvo curiosidad por saber qué estarían maquinando.

Durante un rato, la conversación recayó sobre lugares comunes, pero era evidente que el profesor McKenzie sentía mucha curiosidad por los otros dos invitados del doctor. Poco después de las presentaciones, presentó alguna excusa para volver a su propio barco, y Harry protestó interiormente. Si en la embajada recibían dos peticiones de informes sobre él en media hora, se preguntarían qué estaba haciendo. Tal vez incluso el FBI sospecharía de él, y entonces, ¿cómo sacaría del país los veinticuatro pares de medias de nailon que le habían prometido?

A Harry le resultaba fascinante estudiar las relaciones entre los dos científicos. Eran como un par de gallos de pelea buscando posiciones. Le pareció que Romano trataba al hombre más joven con una rudeza que ocultaba su íntima admiración. Estaba claro que el doctor Romano era un conservador casi fanático y consideraba las actividades de McKenzie y de sus patronos con abierta desaprobación.

—Sois una pandilla de ladrones —dijo una vez—. Estáis estudiando la manera de despojar rápidamente a este planeta de sus recursos y no os importa un comino la próxima generación.
—¿Y qué ha hecho por nosotros la próxima generación? —replicó McKenzie, con cínico humor.

La conversación continuó durante casi una hora, y mucho de lo que hablaron estaba completamente fuera del alcance de Harry. Éste se preguntaba por qué no les importaba que George y él estuvieran presentes, pero al cabo de un rato empezó a comprender la técnica del doctor Romano. Era un oportunista genial: se alegraba de tenerlos allí, porque su presencia preocuparía al profesor McKenzie y haría que se preguntase qué otros negocios proyectaba.

Hizo alguna mención esporádica de la criba molecular, como si no fuese realmente importante y sólo se refiriese a ella de pasada. Sin embargo, el profesor McKenzie le prestó una atención inmediata y cuanto más evasivo se mostraba Romano, más interés manifestaba su adversario. Era evidente que su actitud evasiva era deliberada y, aunque el profesor McKenzie lo sabía perfectamente, no podía dejar de seguirle el juego al viejo científico.

El doctor Romano había estado comentando el aparato de una manera indirecta, como si se tratase de un proyecto futuro más que de un hecho actual. Se refirió a sus asombrosas posibilidades y afirmó que dejarían anticuadas todas las formas actuales de minería, además de eliminar para siempre el peligro de la escasez mundial de metales.

—Si el método es tan bueno —le espetó McKenzie—, ¿por qué no lo has puesto en práctica?
—¿Y qué crees que estoy haciendo aquí, en la corriente del Golfo —replicó el doctor—. Echa un vistazo a esto.

Abrió un armario de debajo del sonar y sacó una barrita de metal que arrojó a McKenzie. Parecía plomo, y evidentemente era muy pesada. El profesor la sopesó y dijo al instante:

—¡Uranio! ¿Quieres decir que...? —Sí, hasta el último gramo. Y hay mucho más en el lugar del que procede. —Se volvió al amigo de Harry y continuó—: George, ¿y si llevase al profesor en su submarino a echar un vistazo a la instalación? No verá gran cosa pero se convencerá de que estamos trabajando en el asunto.

McKenzie estaba aún tan pensativo que no puso reparos a dar un paseo en una cosa tan insignificante como aquel submarino particular. Volvió a la superficie quince minutos más tarde, después de haber visto lo suficiente para despertar su apetito. 

—Lo primero que quiero saber —dijo a Romano— es por qué me has enseñado esto. Es uno de los inventos más grandes que se han hecho jamás; ¿por qué no lo explota tu empresa?

Romano lanzó un pequeño gruñido. 

—Ya sabes que tuve una pelea con la junta —  explicó—. En todo caso, esa pandilla de viejos decrépitos no podría ocuparse de algo tan grande como esto. Lamento tener que reconocerlo, pero creo que los piratas de Texas sois los chicos adecuados para este trabajo. —¿Es un invento tuyo?
—Sí; la compañía no sabe nada de ello, y yo he invertido medio millón de dólares en la empresa. Ha sido una especie de hobby. Pensé que alguien tenía que reparar el mal que se estaba haciendo, el saqueo de los continentes por gente como...
—Está bien, ya hemos oído esto otras veces... ¿Has pensado en dárnoslo a nosotros?
—¿Quién ha hablado de dar?

Tras un silencio embarazoso, McKenzie dijo cauteloso:

—Me parece que no es necesario que te comunique que nos interesaría mucho. Si nos das cifras sobre rentabilidad, porcentajes de extracción y demás datos importantes (no hará falta que nos suministres detalles técnicos si no quieres), podríamos hablar de negocios. Desde luego no puedo responder de mis socios, pero estoy seguro que pueden aportar lo suficiente para hacer un trato...
—Scott —dijo Romano, y su voz tenía ahora una nota de cansancio que por primera vez reflejaba su edad—, no me interesa hacer un trato con tus socios, no tengo tiempo para regatear con los muchachos en la sala de juntas y con sus abogados y los abogados de sus abogados. He estado haciendo esto durante cincuenta años y te aseguro que estoy cansado. Éste es mi invento. Lo he hecho con mi dinero y todo el equipo está en mi barco. Quiero hacer un trato personal contigo, directamente. Después, podrás encargarte de todo.

McKenzie pestañeó.

—No podría cargar con algo tan grande como esto —protestó—. Aprecio tu oferta, desde luego, pero si es lo que tú afirmas, vale miles de millones. Y yo no soy más que un pobre pero honrado millonario.
—El dinero ya no me interesa. ¿Qué haría con él a mis años? No, Scott, ahora sólo quiero una cosa, y la quiero inmediatamente, en este momento. Cámbiame el Sea Spray por mi invento.
—¡Estás loco! Incluso teniendo en cuenta la inflación, podrías construir el Spray por menos de un millón. Y tu invento debe valer...
—No quiero discutir, Scott. Lo que dices es verdad, pero soy viejo y tengo prisa, y por lo menos tardarían un año en construirme una embarcación como la tuya. La he estado deseando desde que me la enseñaste aquella vez en Miami. Mi proposición es que tú te quedes con el Valency, con todo su equipo de laboratorio y toda su documentación. Nosotros sólo tardaremos una hora en recoger nuestros efectos personales, y aquí tenemos un abogado que dará forma legal a la transacción. Después me dirigiré al Caribe, pasaré entre las islas y cruzaré el Pacífico.
—Lo tienes todo muy pensado, ¿verdad? —observó McKenzie, que no salía de su asombro. —Sí. ¿Lo tomas o lo dejas? —Es la primera vez en mi vida que hago un trato tan loco como éste —confesó McKenzie con cierto mal humor. Claro que lo tomo; sé lo que es una muía terca.

La hora siguiente fue de frenética actividad. Tripulantes sudorosos corrían arriba y abajo cargados con fardos y maletas mientras el doctor Romano permanecía sentado tranquilamente en medio del torbellino que había creado, con una sonrisa feliz en su viejo y arrugado semblante. George y el profesor McKenzie se pusieron a hablar de cuestiones legales y redactaron un documento que el doctor Romano firmó sin apenas echarle una mirada.

Empezaron a salir cosas inesperadas del Sea Spray, como un hermoso visón mutante y una bella rubia no mutante.

—Hola, Sylvia —saludó cortésmente el doctor Romano—. Lamento que va a encontrar las habitaciones un poco más exiguas. El profesor no me dijo que estuviese a bordo. No se preocupe, no figurará en el contrato; será un acuerdo entre caballeros. No quisiéramos inquietar a la señora McKenzie.
—¡No sé qué quiere usted decir! —dijo Sylvia, poniendo mala cara—. Alguien tiene que escribir a máquina para el profesor.
—Y tú lo haces terriblemente mal, querida —señaló McKenzie, ayudándola a pasar de una a otra embarcación con auténtica galantería del Sur.

Harry no pudo dejar de admirar su aplomo en una situación tan embarazosa como aquélla. Dudaba de que él lo hubiese hecho tan bien en su lugar, aunque lamentó no haber tenido oportunidad de comprobarlo.

Por fin cesó aquel caos; el torrente de cajas y bultos se convirtió en un goteo. El doctor Romano estrechó la mano a todos, dio las gracias a George y a Harry por su ayuda, subió al puente del Sea Spray, y diez minutos más tarde estaba a medio camino del horizonte.

Harry se estaba preguntando si era ya el momento de despedirse también (no habían explicado al profesor McKenzie lo que estaban haciendo en aquel lugar), cuando de pronto empezó a sonar el radioteléfono. Era el doctor Romano.

—Supongo que se habrá olvidado el cepillo de dientes... —dijo George. 

La cosa no era tan trivial. Fue una suerte que estuviera conectado el altavoz. La escucha casi les era impuesta y no requería ninguno de los esfuerzos que la hacen tan incómoda para un caballero.

—Escucha, Scott —dijo el doctor Romano—, creo que te debo una explicación.
—Si me has timado, me pagarás hasta el último centavo...
—Nada de eso. Pero te presionaré bastante, aunque todo lo que dije era la pura verdad. No te enfades conmigo, porque has hecho un buen negocio. Ahora bien, tardarás mucho tiempo en ganar dinero con él y tendrás que invertir unos cuantos millones de dólares. Mira, habrá que elevar al cubo la eficacia para que la cosa resulte comercial: aquella barrita de uranio me costó dos mil dólares. Pero no te saltes la tapa de los sesos, porque puede hacerse, estoy seguro. Tienes que recurrir al doctor Kendall, uno de mis hombres, que es quien hizo el trabajo básico; contrátalo te cueste lo que te cueste. Sé que eres obstinado y terminarás la obra que ahora tienes entre manos. Por eso quise que fueses tú. Y también por un poético sentimiento de justicia: así podrás pagar algunos de los daños que has causado a la Tierra. Lástima que te harás multimillonario; pero esto no puede evitarse.

»Espera un momento... no cuelgues. Yo habría terminado el trabajo si hubiese tenido tiempo, pero se necesitarán por lo menos otros tres años. Y los médicos dicen que sólo me quedan seis meses de vida: no bromeaba cuando te expliqué que tenía prisa. Me alegro de haber cerrado al trato sin tener que decirte eso, pero puedes estar seguro de que lo habría utilizado como arma en caso necesario. Sólo una cosa más: cuando la operación funcione, ¿querrás ponerle mí nombre? Esto es todo; no hace falta que me llames. No te contestaría... y sé que no puedes alcanzarme.

El profesor McKenzie no se tiró de los pelos.

—Me imaginaba que sería algo así —comentó, a nadie en particular.

Entonces se sentó tranquilamente, sacó una complicada regla de cálculo de bolsillo y se olvidó del mundo. Apenas levantó la cabeza cuando George y Harry, rebasados por los acontecimientos, se despidieron cortésmente y se alejaron en silencio.

—Como muchas cosas que ocurren estos días —concluyó Harry Purvis—, todavía no sé en qué acabó todo aquello. Me imagino que el profesor McKenzie habrá tropezado con algunos obstáculos, porque de lo contrario habríamos oído hablar de la operación. Pero no me cabe duda de que, más pronto o más tarde, se llevará adelante; así pues, dispóngase a vender sus acciones de compañías mineras...

»En cuanto al doctor Romano, no hablaba en broma, aunque sus médicos se equivocaron un poco en sus cálculos. Duró todo un año, y creo que el Sea Spray contribuyó mucho a ello. Lo sepultaron en medio del Pacífico y estoy seguro de que el viejo lo habría agradecido. Ya les he dicho que era un conservador fanático, y resulta curioso pensar que tal vez ahora esté pasando algunos de sus átomos por su criba molecular...

»Observo algunas miradas incrédulas, pero eso no tiene vuelta de hoja. Si cogen ustedes un vaso de agua, lo vierten en el océano, lo mezclan bien y llenan después el vaso con agua del mar, aún habrá en ella algunas moléculas de agua original del vaso. Por consiguiente —añadió, lanzando una extraña risita—, sólo es cuestión de tiempo que no sólo el doctor Romano sino todos nosotros hagamos alguna contribución a la criba. Y con esta reflexión caballeros, les deseo a todos muy buenas noches.

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